El once de julio de 1982, Scott Schwartz le confesó a Abigail Baxter que la amaba. Lo hizo sin pensarlo demasiado, en realidad ni siquiera se había planteado seriamente confesar sus sentimientos hacía ella. Pero cuando la vio tumbada bocabajo sobre la toalla floreada, con su bikini naranja, sus gafas de sol —le quedaban mejor que a él aunque no lo reconociera— mientras ojeaba la Cosmopolitan en el jardín trasero de su casa, se lo dijo:
—Abby, creo que te amo.
Ella se quedó paralizada, con la página a medio pasar, unos breves instantes, hasta que le sonrió ampliamente y le respondió:
—Creo que yo también.
Scott, que estaba apoyado con las manos a su espalda sobre el húmedo césped, le sonrió y se acercó para darle un beso.
—Deberíamos ir al lago —dijo Abigail un rato después, mientras Scott trasteaba con la cámara—. Está precioso en verano, y me apetece bañarme. Aquí hace demasiado calor.
—Por mí bien, pero no podemos.
Scott enfocó a Abigail y le hizo una fotografía.
—Conozco un sitio donde nadie nos verá. Lo descubrí con mi padre en una excursión. Harás unas fotos geniales.
Scott se volvió a sentar sobre la toalla y dejó la cámara a un lado. La verdad era que estaba cansado de tener que ocultarse de los demás. Quería salir con Abigail como en Nueva York, dónde podían besarse cuándo quisieran —como aquel beso que se dieron en el metro mientras un vagabundo cantaba It's a Man's, Man's, Man's World de James Brown— y andar de la mano sin temor a encontrarse con nadie. Al final lo soltó:
—¿Por qué no le dices la verdad a tu padre?
Abigail no levantó la vista de la revista y murmuró:
—No.
—¡Vamos! Mira, mi padre se ha cabreado conmigo millones de veces. Joder, tiene un genio horrible. Pero no pasa nada, al final se les pasa.
—No lo entiendes, no es lo mismo. Tu familia tampoco aprobará que estemos juntos.
Scott recordó al instante las palabras de su madre: «Scott, lo mejor es que termines con esto antes de que sea tarde».
—¿Y qué importa? —Se encogió de hombros—. Ellos no son nuestros dueños.
Abigail cerró la revista y se incorporó.
—Confía en mí, es mejor así.
—¿Y hasta cuándo? Porque, Abigail, lo que siento por ti no es…
«No es algo pasajero». O por lo menos era lo que esperaba entonces.
—Mira, no lo sé, no es tan fácil —Se levantó—. ¿Quieres o no quieres ir al lago?
—Quiero ir al lago contigo, pero no quiero ir por, ya sabes, esos caminos secretos, es que parecemos Winston y Julia cuando se encuentran en 1984.
—Entonces no quieres ir.
Scott también se levantó. Cuando lo hizo, Abigail cogió la toalla y se cubrió con ella.
—Sí, pero como dos personas que son libres.
Abigail frunció el ceño, fue hasta la puerta corredera de cristal y la abrió con fuerza. Se iba. Scott resopló y entró también. Se la encontró vistiéndose en la cocina, veloz como un rayo.
—¿Adónde vas?
—No lo sé —espetó.
—Abby, vamos…
—Es que tú no lo entiendes. No sabes qué pasará si mi padre sabe que salgo contigo.
—Vamos, eso no es verdad. Dime, tu padre te deja ir a tus anchas, ¿no? Incluso después de pillarte en las recreativas.
—Porque vuelve a confiar en mí. Él cree que el único pecado que cometí fue jugar a videojuegos. Si supiera…
—¿Que sales con un judío? —preguntó Scott que se cruzó de brazos y apoyó el hombro contra la nevera.
Abigail se quedó quieta unos instantes, pero al final terminó de abrocharse los botones de aquel vestido rayado. Lo miró y se encogió de hombros. El tiempo se espesó abruptamente para los dos porque se dieron cuenta de la cruda realidad: podrían estar juntos, siempre y cuando uno de los dos renunciara a su fe y a su familia. Scott se sintió un imbécil por haber llegado a ese punto de la conversación. Era como si, de repente, un muro de piedra se hubiera postrado delante de ellos y sólo pudieran, o separarse para siempre, o volver atrás. Scott prefirió la segunda opción:
—Oye, me apetece ir al lago. Iremos separados y nos encontraremos allí. Dime que tengo que hacer.
Abigail relajó los hombros y sonrió aliviada:
—Vale.
Abigail le dio las indicaciones a Scott y se encontraron media hora después en una de las entradas al bosque. No se sentía demasiado bien aquella tarde. Y menos después de que Scott le sacara el tema, después de que le pidiera que le contara la verdad a su padre. Abigail no quería pensar en eso, se temía lo peor.
—Es aquí —dijo ella después de andar en silencio unos cinco minutos, entre los laberínticos senderos.
La parte sur del Lago Hayward se mostró ante ellos: agua azul, transparente, tan cristalina, que reflejaba la luz del sol y de los árboles igual que un espejismo. Por ahí no iba nadie nunca, casi todo el mundo estaba en la zona central, donde dejaban cómodamente sus rancheras en un aparcamiento público. ¿Para qué andar si puedes ir en coche? Abigail y Scott se sentaron cerca de un abeto y se quedaron unos minutos con la mirada fija en el lago, y el oído en el murmullo del agua y el trinar de los pájaros. A él también lo notó cabizbajo, apagado, con las rodillas recogidas contra su pecho. Abigail soltó aire por la nariz.