Scott se quedó sin habla. El pastor Jacob Baxter elevó la barbilla y lo miró fijamente. Scott tragó saliva.
—¿Dónde está mi hija? —preguntó.
Scott negó con la cabeza, se encogió de hombros y volvió a negar.
—Su bicicleta está aparcada en tu jardín —continuó el otro.
Scott soltó aire y pasó la mano por su pecho desnudo. «No llevas camiseta, Scott, joder». ¿Qué tenía que hacer? ¿Decirle que Abigail no estaba con él? ¿Qué su bicicleta estaba allí por casualidad? No tenía sentido. Al final, no tuvo que decir nada más, porque Abigail lo llamó desde el salón:
—¿Scott? Sólo son las seis, ¿quieres ver una peli?
«Mierda, mierda, mierda», pensó Scott. El pastor no se lo pensó dos veces y entró en su casa, en su cocina. Dio unos pasos firmes, como en una militancia, y se quedó cruzado de brazos. Abigail entró dos segundos después. Scott jamás olvidaría su cara, sus gestos cuando vio a su padre, como oscureció su rostro en unos instantes.
—P-pa-pá... —murmuró.
—Espérame en el coche.
Abigail miró a Scott, después a su padre y parpadeó incesantemente.
—¡Ahora!
El tono que usó su padre le hizo pegar un brinco y darse la vuelta, directa al salón, Scott imaginó que para calzarse y coger sus cosas.
—Yo… —empezó Scott, pero realmente no sabía qué decir.
El pastor le señaló con el dedo y espetó:
—Más te vale que tengas la boca cerrada, chaval, de lo contrario te daré una paliza. —Se aproximó más a Scott—. Sé que has mancillado a mi hija, maldito seas.
Scott tragó saliva. Nunca había pasado tanto miedo en su vida, ni tan siquiera con su padre, por más enfadado que estuviera con él. El pastor Baxter se apartó, Scott fue incapaz de mirarlo a los ojos, a esos llenos de ira. Los minutos que tardó Abigail en entrar de nuevo en la cocina fueron los más largos de su vida. El pastor la tomó del brazo y la llevó hasta la puerta, ella quiso decirle algo a Scott, él lo notó, pero no medió palabra, sólo le lanzó una mirada llena de pena, una mirada que anunciaba el final de todo. Scott no quería que pasara, no podía creer que fuera real. El pastor dio un fuerte portazo y después sólo quedó la música que provenía del tocadiscos todavía en marcha. Scott no sabía qué grupo sonaba ni qué canción era. Sacó un cigarrillo y se lo encendió. Nunca fumaba dentro de casa, su madre odiaba el olor, y él la había respetado siempre. Pero no pudo hacerlo esa vez.
Lo primero que vio Abigail cuando llegaron a casa fue a su madre llorar a moco tendido, con Bitsy en su regazo, que ladraba y ladraba sin parar. El pastor la tomó del brazo, la empujó para que se sentara y continuó gritando como había hecho en todo el trayecto en coche:
—¡¿Has visto cómo está tu madre, eh?! ¡¿Cómo has podido hacer algo así?!
Abigail no supo qué decir. Su padre se sentó al lado de su esposa y trató de consolarla:
—Tranquila, cariño, todo irá bien…
Blanche hipó y le preguntó a su hija:
—D-di-dime, ¿le diste tu flor a ese chico?
Abigail se quedó boquiabierta por aquella pregunta y tras unos instantes dijo:
—Sí. Lo siento.
«Supongo», pensó porque en realidad no se arrepentía de nada de lo que había hecho.
Su padre se enfadó más si era posible:
—¡¿Qué lo sientes?! ¿Qué sientes exactamente? Nos has mentido, una y otra vez, y ahora medio pueblo sabe que eres una ramera que se acuesta con cualquiera.
«¿Ramera?».
—Quién te va a querer ahora, quién va a casarse contigo —murmuró Blanche.
Abigail estalló.
—¿Ramera? ¡No soy una ramera! No lo entendéis, Scott y yo nos amamos, yo no me acostaría con cualquiera.
Su padre se puso a reír. A Abigail se le puso la piel de gallina:
—¿Qué os amáis? Qué sabrás tú del amor, no eres más que una cría estúpida. Ese chico sólo se ha estado aprovechando de ti.
Abigail apretó con tanta fuerza sus puños, que se pusieron blancos.
—No es verdad…
—¡NI SE TE OCURRA RESPONDER! —espetó Jacob—. Le has faltado el respeto a tus padres con tus malditas mentiras. Desde cuándo, ¿eh? ¡¿Desde cuándo nos mientes?!
—No soy una ramera —dijo despacio.
Su madre se puso a llorar más alto. «Dramática», quiso decir, y también quiso pedirle que dejara de ver esas estúpidas telenovelas.
—Sube ahora mismo a tu habitación. Vas a hacer el equipaje —dijo su padre.
—¿Qué? ¿Por qué?
—No verás a ese chico en la vida, te lo juro por Dios.
Abigail negó con la cabeza:
—No, no, no quiero irme, ¿adónde voy a ir?