La hija del pastor

1997

Cuando Scott Schwartz abrió la puerta de su apartamento el teléfono sonó. Resopló, dejó la mochila y su equipo fotográfico en el recibidor, y dio dos zancadas hasta llegar a la llamada. 

—¿Diga?

Oh, qué bien que te encuentro, Scotty, llevo rato llamando.

Scott se dejó caer en el sofá y puso los pies en la mesita.

—Hola, mamá. Estaba en Islandia, ¿recuerdas?

Claro que me acuerdo. Sí, sí, claro que irán juntos.

Scott cerró los ojos cuando reconoció de fondo la voz de Miriam Ford, la mejor amiga de su madre desde que se mudaron a Nueva Jersey. Tenía una hija de la misma edad de Scott, llamada Anne, por lo que la misión de ambas era que se casaran.

Scott, Miriam quiere saber si ya has llamado a Anne para que vengáis juntos a cenar.

—No, no he llamado a nadie, literalmente acabo de llegar después de...

Miriam dice que está trabajando ahora, que llames a su bufete. Recuerda venir elegante para la cena, supongo que querrás impresionarla.

Scott resopló.

—Mamá, tengo que colgar, necesito una ducha y dormir. 

¡No llegues tarde! Y llama a Anne, ¿quieres?

Scott colgó y exhaló profundamente. Se quedó unos instantes quieto hasta que reaccionó y se quitó el abrigo. Se frotó las palmas de la mano por la cara, por la barba y las mejillas para reactivarse; no había pegado ojo en toda la noche, las turbulencias habían sido horribles. Por más aviones que tomara, jamás se acostumbraba y siempre prefería tomar un camino por tierra. 

Esa noche había quedado con su familia para celebrar el primer día de Jánuca, por lo que después de una larga ducha fue directamente a la cama.

—Te echaba de menos —murmuró sobre su mullida almohada.

Había pasado más de cuatro meses durmiendo en una furgoneta, sobre una cama compartida con su conductor, Bastien Berger, —a quien quería como a un hermano pero no fue así al principio—, por lo que tardó dos milisegundos en dormirse. Pero valió la pena el sufrimiento, las fotografías quedaron espectaculares.

 

 

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—Esta de aquí es la sala de descanso —le dijo Patricia—. Esa es la máquina de café, pero está asqueroso, así que, si puedes, ve a la cafetería de aquí al lado, la regenta una chica monísima llamada Alisha. Ah. —Se acercó más—. Y te daré el nombre de algunos médicos que tienen las manos largas, ya sabes, para qué estés precavida. 

—Café y médicos asquerosos —respondió Abigail Baxter ocultando sus manos en los bolsillos de su bata—. Recibido.

Patricia Piercy sonrió ampliamente y ladeó la cabeza cuando lo hizo. A Abigail le cayó bien desde el principio, le pareció la mujer más simpática de todo el hospital. Era voluptuosa, con unos enormes pechos, el cabello rizado y recogido con un imperfecto moño. Era la enfermera jefa de día y se había ofrecido para enseñarle todo a Abigail en su primer día de trabajo.

—Ven, te presentaré a los niños, te van a encantar —dijo Patricia.

Patricia la tomó del brazo y recorrieron el pasillo, hasta que un médico alto y apuesto se cruzó por su camino y las obligó a pararse. A Abigail le recordó a aquellos doctores que salían en las telenovelas que veía su madre, de esos que sabes perfectamente que jamás te encontrarás cuando vayas al médico.

Patricia carraspeó, miró a Abigail con los ojos como platos y dijo:

—Oh, buenos días, doctor Burns.

Abigail se aguantó la risa y estiró la mano para saludarlo:

—Soy la doctora Abigail Baxter,  especialista en oncología pediátrica.

El doctor Burns se apartó el lacio cabello a un lado y le regaló una enorme y conquistadora sonrisa:

—Ah, un placer, claro, el jefe de planta, Javier Gooch, me habló de ti. ¿Eras médico en África o algo así?

—Algo así —dijo con una sonrisa sardónica—. Un placer, doctor Burns. 

Después continuó el camino del brazo de Patricia. 

—Menudo corte le has dado. Pero, oye, ¿no es tu tipo? 

—La verdad es que no. Demasiado guapo, ¿sabes?

Ella se puso a reír.

—Tendría que estar guapa todo el día para estar a su altura —continuó—. Y mira, Patricia, a mí me encanta ir por casa en pijama, estar despeinada y esas cosas. Y odio hacer ejercicio. Ese tiene pinta de pasarse el día en el gimnasio, de los que te apuntan en el maratón de Nueva York, ¿sabes?

—Te entiendo, cariño. Por suerte llevo más de veinte años casada, mira, ya me da igual lo que piense mi marido.

—Oh, anhelo el día en que pueda tirarme pedos delante de un hombre sin que se escandalice. 

—Amén a eso —le respondió Patricia.

Giraron por la derecha, hasta una de las puertas cuyo cartel decía: «Área de Oncología».




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