La hija del Sol

Escena extra 4: Nace una leyenda

Un parpadeo, luego otro. Sus ojos se negaban a permanecer abiertos. Su mente vagaba entre la inconsciencia y la realidad, hallándose en un limbo que lo tenía muy confuso. Hizo un esfuerzo por levantarse pero su cuerpo se sentía tan extraño, tan ajeno a él, tan solo los brazos parecían pesar una tonelada y su cabeza otras dos. Permaneció entonces recostado, en espera de que sus miembros reaccionaran, contemplando el techo de su tienda. Escuchó cerca de él los ronquidos del resto de sus compañeros, que descansaban ajenos a la hora y la posición del sol.

Si era sincero consigo mismo y con el resto, admitiría que no se sentía ansioso de regresar a formar parte de aquella matanza, sin embargo, por su propio bien debía de colocarse la armadura y salir a luchar, puesto que, de acuerdo a lo que decían el resto de sus compañeros, su código genético había descrito que eso era para lo que había nacido.

Con un suspiro apesadumbrado, se levantó y envolvió su tapete para guardarlo. Sus músculos protestaron, implorando un descanso pero se mantuvo firme, había que cumplir con su deber si quería graduarse dos años más adelante. Así que ignorando el dolor, se colocó el burdo uniforme, una armadura que estaban obligados a usar durante la campaña. Con el ruido unos cuantos se quejaron lo que provocó cierta satisfacción en él.

Una vez arreglado, salió de la tienda y se dirigió directo a la tienda de la cocina, dónde unos cuantos se hallaban disfrutando de los alimentos más frescos y calientes. Una de las ventajas de levantarse temprano, era que el personal de cocina te daba una ración extra de comida o una pieza de pan con miel que guardaban en exclusiva para los oficiales. Los pocos que sabían el privilegio se negaban a compartirlo, haciéndolo más duradero.

Una vez servido con sus alimentos, se fue a sentar a una de las mesas del fondo. Unas cuantas miradas siguieron sus pasos pero las ignoró. Estaba acostumbrado al desprecio que traía consigo su apellido y linaje, incluso él mismo los despreciaba lo suficiente como para aceptar todos los castigos que le daban, intentando olvidar sus orígenes y para demostrar de lo que estaba hecho.

En silencio, comió, dándose ánimos para el nuevo día cuando una conversación cerca de él llamó su atención. Pese a lo mucho que detestaba inmiscuirse, esta vez sintió una imperiosa necesidad de escuchar con atención.

—Te lo juro. Lo mejor es quedarse lo más atrás posible. La misión está comprometida —murmuró una primera voz, ligeramente aguda.

—¿Cómo que comprometida? —preguntó otra voz más grave, con mucho asombro.

Antjiet escuchó el mobiliario arrastrarse de forma suave, lo que le indicó que de habían inclinado sobre la mesa para crear más intimidad. Sin embargo, él estaba lo bastante cerca para poder escuchar cada palabra sin complicaciones.

—Me dijo mi tío que los sargentos van a mandar a las fuerzas básicas y la mitad del alumnado al frente, de forma que será inevitable la derrota. A decir verdad, no tienen mucha fe en los alumnos del penúltimo año, que como sabes son los de 16, así que con eso aseguran la derrota contra los Latin-romantec, quienes por supuesto les van a recompensar el haber tirado al último Atyen del trono.

—¿Van a traicionar a la patria? —cuestionó el de voz grave, echando hacia atrás la silla de golpe.

—Shhh... Calla. Es un efecto colateral. Ellos solo nos ayudarán a quitar a la dictadura Atyen del trono, ya después será más fácil quitar al embajador que van a dejar a cargo. Después de todo, no les hemos jurado lealtad.

—¿Pero no han pensado en la posibilidad de que todo esto salga mal?

—No lo hará. El teniente Waggis está al frente de todo. Ese hombre, tiene de su parte a todos los sargentos de Maatkarat y parte de los consejales de Tebasia.

Antjiet sintió un vacío frío en su pecho. El teniente Waggis era algo así como el mejor amigo de su primo, el faraón. Se sorprendió cuando sintió la urgente necesidad de respirar, pues no había caído en cuenta que había contenido el aire. Permaneció estático, repasando en su mente la conversación. Desde luego que todo saldría mal.

El teniente Waggis era un imbécil que no se hacía a la idea de la tontería que estaba haciendo. Los Latin-romantec no eran de confianza. Ni los matrimonios de unión ni los tratados eran respetados, por muy cuantiosa que fuera la dote o el obsequio. Esos infelices solo querían algo y era el dominio total de Egyptes. Si de alguna forma conseguían sentar a un hombre en el trono, este ya nunca sería quitado de ahí. Egyptes pasaría a ser solo un gran territorio que anexar a su nefasto imperio. Y si de por sí existía pobreza en los estratos sociales inferiores, con esto al menos la mitad de la población perecería bajo su yugo.




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