La hija del Sol

Capítulo 2: Voluntad divina

Con las manos aferradas al borde del asiento mugriento de aquel pobre coche de alquiler, Kytzia avanzó a toda velocidad en un terreno desigual. Habían tantas piedras y baches que podían volcar en cualquier momento, pero nada de eso le importó, si habría de morir, al menos sería por decisión de los dioses y no por el miedo a ningún político corrupto, ni mucho menos en manos de aquellos que juraron proteger y hacer cumplir la supuesta voluntad divina.

Desde donde estaba, podía escuchar la respiración agitada de los caballos que habían recorrido un largo camino. Sin embargo, tuvieron que aprovechar cada hora de sol para poner la mayor distancia posible entre sus perseguidores y ella. Cada pequeño tramo de camino que sumó podía marcar la diferencia.

Dejó salir un suspiro. De tan agotada como estaba, los enormes círculos oscuros bajo sus ojos y la palidez de su piel, eran prueba suficiente del mal tiempo que había pasado. De la terrible racha a la que se había enfrentado desde hace tanto.

Su ropa bien podía apestar, su cabello lucia grasiento y sus manos estar callosas, por las largas jornadas de trabajo pesado por las que pasó, para poder conseguir el dinero suficiente para lograr salir de la pequeña aldea en la que creció. Pero todo había valido la pena.  Nada podía interferir en sus planes.

Con incredulidad, vio el paisaje pasar con cada vez menos velocidad, al punto en que ya ni era necesario que aferrara las uñas al asiento. La voz del cochero resonó alto, para hacer detener la marcha a los caballos que no pusieron resistencia a la orden. Cuando el vehículo se detuvo por completo, exhaló el aire que retuvo unos cuantos kilómetros atrás. Su rostro se tornó más y más rojo con cada segundo que continuaron sin moverse.

Indignada, asomó la cabeza por la ventanilla, muy dispuesta a decirle unas cuantas palabras al conductor, pero nada de eso fue necesario en cuanto vislumbró la capa del uniforme militar. Un hombre, de estatura promedio, con gesto austero, señaló la parte trasera de la carroza. Inhalando hondo, Kytzia metió la cabeza de vuelta a la semi- seguridad del interior del vehículo. Nerviosa, se dijo que debía actuar algo con rapidez, por lo que terminó haciendo respiraciones profundas y trabajosas. Su cuerpo cooperó de inmediato, sin embargo, la atacó un leve mareo.

Llevándose la mano sudorosa a la frente, maldijo en voz baja a su suerte. De repente, una sombra bloqueó de forma parcial la luz que provenía de la puerta, la cual se abrió con un crujido molesto. Alguien se aclaró la garganta, reclamando su atención, solo que la cabeza le daba tantas vueltas que no distinguió con claridad las facciones.

—Mm, disculpe, ¿puede bajar del vehículo? —solicitó la sombra.

Aunque lo que más desearía sería ignorarlos y seguir su camino, supo que no tenía opción más que obedecer la orden implícita en el tono de voz de aquel oficial. Suspirando con pesadez, asintió con desgana y apoyándose de la ventana, se puso en pie, luego con pasos torpes descendió los pocos escalones hasta pisar tierra. Un oficial silbó entonces. Kytzia evitó rodar los ojos o hacer ningún gesto obsceno, no si quería largarse cuanto antes.

—Oficiales —saludó en tono cansado.

Intentando hacer una leve reverencia, se encontró con que el abultado vientre le impedía realizar mayor movimiento que mantenerse medio erguida. Un aguijonazo de dolor le atravesó en ese momento la espalda, lo que ocasionó que expulsara un jadeo. Mordió su labio reseco y partido en un intento por controlar el dolor, mas resultó una tarea complicada, incluso para ella.

Cerrando los ojos un momento, se permitió divagar en sus pensamientos hasta poder controlarse. Cuando los abrió, se encontró con las miradas curiosas de los hombres, incluyendo la del cochero, por lo cual sonrió con los labios apretados, aparentando estar normal.

—¿Nadie la acompaña, señora?

Negó con la cabeza, simulando tristeza. Por breves segundos nadie emitió ruidos, ni siquiera para respirar, el viento soplando sobre las ramas secas fue lo único que se escuchó. Jadeó de nuevo, lo bastante bajo para no llamar la atención.

—¿Y su esposo, señora...?

—Halelm, oficial —respondió con rapidez. El hombre asintió—. Él... él —tartamudeó, añadiendo sentimiento de profundo pesar a sus palabras—, él falleció, oficial. Fue en un asalto. Ya que eramos bastante pobres, no pudieron sacarnos más que un par de monedas que teníamos destinadas para unas hogazas de pan y no fue suficiente, él me protegió y a nuestro bebé, él...

Un sollozo escapó de su boca. Llevó sus manos a los labios, silenciando su llanto y dejando libres a las lágrimas que resbalaron con rapidez por sus mejillas rojizas. El primer oficial reprendió con unas cuantas malas palabras al otro por su pregunta indiscreta, y aclarándose la garganta, intentó llamar su atención. Kytzia reaccionó al instante, parpadeando con rapidez, alejando las lágrimas de sus ojos. Inhalando de forma entrecortada, observó al apuesto oficial.




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