La hija del Sol

Escena extra:La seducción de Hor

¡Hola a todos! Si bien, se mencionó en el capítulo anterior la seducción de Hor hacia Kytzia, no profundice en ello pero me pareció que se necesitaba hacerlo. Así que aquí dejo una escena pequeña, algo distorsionada porque no me gusta ser explícita en escenas eróticas. Espero la disfruten, como yo disfruté haciéndola.

* * * * *

Kytzia.

Fue inevitable que largara un suspiro de alivio al contemplar el templo vacío. Pese a que odiaba estar sola y encerrada en la enorme construcción, este día, desde que el primer rayo de sol me tocó, sentí impaciencia por volver a la privacidad de mis aposentos. Y ahora, sentada al pie de la estatua de Ra-Horajti, podía permitirme disfrutar de la tenue luz de los faros envolverme.

Al alzar la vista hacia la enorme estatua dorada, vislumbre la tenue iluminación de los rasgos de la figura. El rostro no dejaba escapar emoción alguna, el gesto era tan estoico, tan llano, que me provocó cierta aversión hacia ella. Pero al enfocar los ojos, todo vestigio de malestar desapareció de mí.  Solo quedaba mi presencia y la magnificencia de la suya, en una atmósfera tan electrizante, tan sorprendente, que me tenía rendida a la etérea seducción que representaban sus ojos tan vibrantes. Ojos que, por sí solos, podían hacer que me rindiera ante él, sin ofrecer resistencia.

Como si leyera mis pensamientos, un corto y veloz rayo de luz atravesó las cuencas azules, atrayendo mi completa atención. La sola idea de que la estatua supiera mis turbios pensamientos, disparaba por todo mi torrente sanguíneo la tan viciosa adrenalina. Mi corazón sufrió los estragos al instante, al acelerar su trabajo, marcando un rápido golpeteo contra mi pecho. La temperatura de mi cuerpo se elevó de manera considerable y mi respiración se volvió superficial. Era tan sorprendente la reacción que podía tener solo por ver un par de ojos que, por más decepcionante que fuera, pertenecían a una figura sin vida. Eso solo bastó para devolverme a la fría realidad.

Suspirando, desvié la vista hacia la enorme luna que coronaba el cielo nocturno, brillando con orgullo. En mi pecho la vaga opresión de un anhelo que desconocía, me dejó sintiendo con toda la fuerza el dolor de la melancolía. Los recuerdos, en su mayoría dulces, no representaban consuelo alguno tras el deceso de mi amado padre. Sin poderlo evitar un par de lágrimas silenciosas corrieron por mis mejillas, llevándose parte de mi malestar. Al instante, percibí la tenue caricia de una mano amable en mis mejillas. La suavidad y la ternura del gesto bastaron para formar grietas en mis muros. Rendida ante la tristeza, quise gritar de impotencia por la injusticia, por el poco tiempo que compartí con él.

Desolada, envolví mis brazos a mi alrededor, en un intento desesperado para mitigar mis sentimientos. Cuando estuve a punto de rendirme al llanto, el suave susurro del viento sopló, murmurando palabras de aliento. Desconcertada, fijé de nuevo la vista en la estatua, que por extraño que parezca, encontré con gesto más cálido. Se sentía como si me solicitara permiso para consolarme, para sostenerme y evitar mi caída. Por un momento, traté de cuestionar mi salud mental, pero al evaluar la situación, donde yo era la líder de un grupo de seguidores de un dios del cual no teníamos evidencia, sentí ridículo siquiera intentarlo. Así que ignorando los prejuicios, me levanté y arrojé a los brazos fríos de la figura metálica.

Mi corazón latió más de prisa al percatarme de varias cosas: la primera, que su temperatura no era nada a cómo la había esperado, en vez del helado frío que pensé que sentiría, el calor que desprendía era tan nítido que alivió una parte de mis penas; lo segundo que descubrí, fue el arrollador palpitar en el centro de su pecho, que emitía una melodía fascinante; lo tercero, fue que sentí unos brazos grandes, fuertes y duros volverme y arrastrarme a un cuerpo tenso e invitador; y lo último, fue la voz, tan cálida, con un tono seguro y tierno, que me hechizó por completo.

Él me murmuró algo, sin embargo, sus labios, al estar posicionados sobre los mechones rebeldes de mi frente, robaron toda mi atención. Eso aunado con la sutil caricia de sus dedos sobre mi cintura y nuca, representó una mezcla explosiva que abolió mi capacidad de razonamiento. ¿Qué había de extraño en estar en brazos de una estatua, en un templo, a solas, con la luz de la luna como único testigo? En ese momento, no tuve argumento alguno en contra.

Fue simple el cómo me dejé llevar, cómo abrí mi cuerpo, mente y alma a un completo desconocido, a un extraño que me ofreció el consuelo, que encendió con una chispa al barril de pólvora que yacía enterrado muy en el fondo de mi corazón. La detonación fue tan potente, que bastó para satisfacer una sed que desconocía. Para llevarse el vacío que alimentaba al anhelo que me devoraba de forma inconsciente.




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