La hija del Sol

Capítulo 8: De templos y batallas

A un par de semanas del extraño episodio con los trillizos, Zalika aún no podía sacarse de la mente las imágenes que vio. Estaba distraída y eso afectaba su rendimiento en los entrenamientos, lo que tenía de muy mal humor al teniente. Aunque, considerándolo bien, el teniente siempre estaba de mal humor. Ese día era sábado, ello significaba que pasaría el día sola puesto que había reunión del consejo.

Debido a ello, y a la ausencia de sus amigos que habían ido de excursión con el sargento de su regimiento, ella se hallaba vagando sola en el basto territorio de la base militar. Sin embargo, el complejo estaba constituido de tierra árida que nada tenía de atractivo. Aburrida, anduvo hasta llegar a la cerca electrificada que la separaba de la civilización. Miró hacia todos lados asegurándose de que nadie la observaba y al comprobarlo, extendió los brazos frente suyo, tal y como había hecho en un sueño, durante unos segundos a la espera de un cambio.

Por inercia acercó una mano, pero se detuvo a milímetros de tener contacto con la cerca. Considerando que era demasiado arriesgado, tomó una piedra del suelo y la arrojó. Esta tronó al golpear el metal y expulsó chispas. Jadeó al observarlo, sintiéndose afortunada de haber evitado esa descarga.

Optó por intentar de nuevo, extendiendo ahora una sola mano entrecerró los ojos y concentró el calor en la palma. De pronto, sintió una corriente de aire empujarle y un círculo de energía formarse donde estaba antes la cerca. Contempló la imagen que este proyectaba en su interior: solo un montón de arena del desierto. Curiosa, metió un brazo y al no sentir nada atravesó el vórtice. 

La elevada temperatura del lugar le hizo retroceder de inmediato, mas el portal se había cerrado. Suspirando, decidió seguir adelante con su excursión. Anduvo casi a ciegas. La arena del desierto volaba por las constantes ráfagas de viento, aunado eso con el sol, no podía abrir mucho los ojos o corría el riesgo de herirse.

En algún momento, llegó a una zona desnivelada. El lugar era un circulo enorme franqueado por unas cuantas columnas y un techo bastante alto. Demasiado alto a decir verdad. Si Zalika dispusiera de un escáner, seguro que este diría que la altura superaba los cinco metros, lo cual resultaba extraño tomando en cuenta que estaba en medio de la nada. Pasándolo por alto, corrió hasta una de las columnas y se recargó en ella de modo que la arena ya no le golpeara el rostro. Sintiéndose más tranquila, sacó un pañuelo del bolsillo de su traje para limpiarse los ojos, boca y nariz.

Una vez se halló más dispuesta, observó a mayor detalle la construcción. Esta estaba hecha con granito rosado, pulido y tallado a bajo relieve con figuritas como las que vio en la visión formada por la magia de los trillizos. Jeroglíficos que se envolvían alrededor de la figura gigante de un hombre con cabeza de halcón. En el piso había más de los signos de esa antigua escritura, rodeando un círculo de no más de un metro de diámetro. Zalika los siguió y luego de observarlos a detalle, un recuerdo apareció en su mente.

«El Sol sale por este extremo, iniciando su rutina diaria. Aquí reparte su gracia a sus fieles, el culto al señor del cielo. Con un rayo divino nos brindó su protección y con el brillo de este nos mostró su hogar».

Eran voces, muchas voces de hombres y mujeres que vestían con ropajes blancos. Al centro, una mujer de piel dorada y cabellos oscuros se mantenía de pie mientras observaba a sus compañeros arrodillados ante ella. Era sin duda la líder, la heredera del cargo de Sumo sacerdotisa. No hacía falta ver su túnica dorada ni las joyas que ostentaba, su liderazgo podía detectarse en cualquier lugar.

—Hermanos, compañeros míos. Acepto con humildad el cargo y agradezco al altísimo haberme iluminado para dirigir este lugar que es su Santo hogar. No deben temer de mí, pues soy una simple emisaria dispuesta a cumplir el cometido de nuestro señor, el Sol. En su lugar, véanme solo como un medio para saber la voluntad de este dios, al que serviré hasta que él decida cuando dejaré de hacerlo.

»Levántense, hermanos, el rito de iniciación ha acabado.

—El Sol ha iluminado a sus hijos —murmuró Zalika.

Se hallaba aún distraída con aquella visión, que no notó como los jeroglíficos del suelo se iluminaron con un destello dorado. El suelo se quebró en ese instante, haciéndole tambalearse de un lado a otro. Sus ojos se abrieron tanto como pudieron cuando de repente el granito bajo suyo se quebró y en un instante se halló cayendo en una oscura habitación bajo tierra.

Zalika sintió salir el aire de sus pulmones y su visión nublarse. No era capaz de moverse ni de ordenar a su mente que saliera de su ensimismamiento. Con todo su esfuerzo rodó hacia un costado, encogiéndose de pasó en un ovillo. El aire poco a poco comenzó a filtrarse por su nariz hasta que reunió lo suficiente como para eliminar la neblina de su vista. Seguía oscuro pero podía sobrevivir mientras respirara. Se mantuvo por varios minutos solo tirada, esperando a que sus extremidades se desentumecieran.




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