La hija del Sol

Capítulo 9: Al otro lado

La situación era extraña. Llevaba más de diez minutos ahí, tirada sin poder moverse. Durante ese tiempo, comprendió que su cuerpo no mostraba los signos típicos del malestar tras el ardúo esfuerzo físico. Además, comprobó que no tenía heridas a pesar de que recordaba lo profundas que habían sido algunas de ellas. Se sentía confundida, aletargada. ¿Cuándo había ido a parar a un lugar tan oscuro y lleno de neblina?

Sintiendo los miembros pesados, se esforzó para ponerse en pie. En ese momento se encendieron antorchas a lo largo de un camino de gravilla, brindándole algo de iluminación. Agradecida por ese favor, giró en su propio eje. Esa era la primera regla que había aprendido del entrenamiento: reconocer el perímetro. Y a pesar de que ya había pasado por alto esa lección que el teniente tanto se esforzó por enseñarle, comprendió que no podía hacerlo una segunda vez. Así que se tomó su tiempo para contemplar los alrededores, con el deseo de no enfrentarse de nuevo a una leona furiosa o algo peor.

Una mueca fugaz de desagrado se evidenció en su rostro al pensar en la batalla con aquella felina a la que tuvo la desgracia de matar. Pero era ella o la leona, y se consideraba demasiado joven para sucumbir ante la muerte.

«Todavía no me gradúo y ya he cometido homicidio» pensó con pesimismo.

Lágrimas se acumularon en sus ojos ante ese pensamiento. Ya había roto su promesa y pese a que se sentía contenta de seguir con vida, ello se eclipsaba por el destino que sufrió aquella bestia que, recordó, solo seguía su instinto.

Sacudió la cabeza. No tenía que aferrarse a eso. Ya había pasado y solo debía seguir adelante. Inspirando hondo, se infundió valor para volver a la realidad recordando que debía detallar el perímetro. Contempló con seriedad lo que se hallaba a su alrededor: Era un lugar amplio, demasiado a decir verdad. Una gran extensión de tierra plana que parecía eterna, sin vegetación o fauna y con unas cuantas rocas que espolvoreaban la zona. El cielo era gris, sin nubes ni rastro de la luna o el sol, no circulaba el aire ni se sentía frío o calor... parecía un sitio muerto. Solo de esa forma podía describirlo dado la carencia de elementos. Lo único que indicaba vestigios de civilización eran las antorchas rojas de flama amarilla y azul.

Curiosa por ese único aspecto, emprendió marcha en medio del camino que marcaban las luces. Delante suyo no veía nada, pero era avanzar o quedarse estancada hasta que se encontrase con algo, lo cual sería complicado. Sintiéndose optimista, avanzó a grandes zancadas, permitiéndose ese momento para rememorar la lucha que tuvo lugar. Su cabeza bajó de forma instintiva para poder concentrarse.

La batalla había sido feroz, tanto que gran parte de esta sintió un miedo atroz que congeló su capacidad de raciocinio. El terror fue más que evidente cuando la segunda daga se dobló justo como hizo la primera. Así que tuvo que luchar sin armas, haciendo uso de las habilidades aprendidas hasta ese entonces y de unos cuantos trucos que aprendió en clases. Más de una vez levantó la vista al cielo, rogando que sus poderes funcionaran bien, sin embargo tuvo que conformarse con lanzarle rayos de luz o esquivarla con saltos.

Pero después, cuando el agotamiento sustituyó al miedo, la ira pudo abrirse paso y sus poderes parecieron fluir como agua en el río. Fue como si toda su vida hubiera dispuesto de ellos. Consiguió de energía necesaria para formar una espada corta que usó para mantener a raya al animal. Cuando obtuvo la ventaja suficiente, lanzó una estocada directa al vientre, después tiró de la hoja hacia el pecho, haciendo un largo corte que derribó a la bestia que cayó encima suyo.

Pasó bastante tiempo hasta que la leona dejó de chillar y rasguñarle para finalmente caer muerta sobre ella que se hallaba en un charco de sangre caliente y espesa. Parecía que había salido intacta, no obstante su respiración se vio afectada por el peso del cuerpo inerte, por lo cual, tras mucho esfuerzo por quitarselo de encima, no pudo dar muchos pasos antes de desvanecerse en medio de la oscuridad.

Lo que aún no podía comprender, era cómo había conseguido alejarse y terminar en brazos del teniente. En su inconsciencia pudo distinguir el aleteo de un ave muy cerca suyo y unas garras rasgar la carne de sus brazos. Pero ningún ave era lo bastante grande como para arrastrar a un humano... ¿o sí?

Sus pensamientos se vieron interrumpidos cuando al alzar la vista observó una multitud de cuerpos agrupados. ¡Eran humanos! Un montón de ellos, centenares o incluso miles dado que aún a la distancia que ella estaba podía verlos. Se detuvo entonces y volvió la vista atrás, contemplando el camino recorrido. Supo que había caminado bastante al percatarse de que la primer antorcha estaba a una distancia similar a la que había entre ella y las personas. Casi quiso reír. Después de todo, el intenso entrenamiento con el teniente le había servido de algo pues no se sentía cansada, no transpiraba y su respiración era normal.




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