Cuando escriban mi necrológica. Mañana. O pasado. Pondrán: «Leo Gursky ha muerto. Deja
un apartamento lleno de mierda.» Me extraña no estar sepultado en vida. La vivienda no es
grande. Tengo que batallar para mantener el paso libre entre la cama y el baño, el baño y la mesa
de la cocina, la mesa de la cocina y la puerta de entrada. Ir del baño a la puerta de entrada es
imposible sin pasar por la mesa de la cocina. Me gusta imaginar que la cama es el home; el baño,
la primera base; la mesa de la cocina, la segunda; y la puerta de entrada, la tercera: si suena el
timbre y estoy en la cama, tengo que dar un rodeo por el baño y la mesa de la cocina para llegar a
la puerta. Si por casualidad es Bruno, lo hago pasar sin decir palabra y me vuelvo a la cama
corriendo, mientras en mis oídos resuena el clamor del graderío invisible.
A menudo me pregunto quién será la última persona que me vea con vida. Si tuviera que
apostar, lo haría por el repartidor del restaurante chino. Los llamo cuatro noches de cada siete.
Cuando el chico llega, busco teatralmente la billetera. Él se queda en la puerta, sosteniendo la
bolsa grasienta, mientras yo cavilo en si ésta será la noche en que me coma el rollito de
primavera, me acueste y tenga un infarto mientras duermo.
Procuro hacerme notar. A veces, cuando salgo a la calle, me compro un zumo aunque no tenga
sed. Si hay mucha gente en la tienda, hasta dejo caer el cambio, para que las monedas rueden por
el suelo en todas direcciones. Entonces me arrodillo. Me cuesta mucho arrodillarme, y más aún
levantarme. Y sin embargo. Quizá la gente me tome por idiota. Entro en Pie de Atleta y digo:
«¿Qué tienen en deportivas?» El dependiente me mira como al pobre schmuck que soy en realidad
y me señala las únicas Rockport clásicas que tienen, de una blancura detonante. «Nooo, ésas ya
las tengo», digo, me voy al estante de las Reebok y elijo algo que ni siquiera parece una zapatilla,
quizá una botina impermeable. Pido un cuarenta. El chico me mira otra vez, más despacio. Sin
pestañear. «Un cuarenta», repito, sin soltar la zapatilla de muestra. Él menea la cabeza y va a
buscarlas, y cuando vuelve ya estoy quitándome los calcetines. Me subo las perneras del pantalón
y contemplo esas cosas decrépitas que son mis pies, y transcurre un minuto tenso, hasta que
queda claro que estoy esperando que él me calce las botinas. Nunca compro. Lo único que quiero
es no morirme un día en que nadie me haya visto.
Hace meses vi un anuncio en el periódico. Ponía: «Se necesita modelo para clase de dibujo al
desnudo. 15 dólares la hora.» Parecía demasiado bueno para ser verdad. Tanta mirada. Y de tanta
gente. Llamé. Una mujer me dijo que fuera el martes próximo. Yo traté de describir mi aspecto
físico, pero no le interesaba. «Cualquiera vale», dijo.
Los días pasaban despacio. Se lo conté a Bruno, pero lo entendió mal y pensó que me había
matriculado en una clase de dibujo para ver chicas desnudas. No se dejó sacar de su error.
«¿Enseñan las tetas? —preguntó—. ¿Y más abajo?»
Cuando murió la señora Freid, la vecina del cuarto piso, y tardaron tres días en encontrarla,
Bruno y yo adquirimos la costumbre de controlarnos mutuamente. Al principio inventábamos
pequeños pretextos. «Se me ha acabado el papel higiénico», decía yo cuando él abría la puerta.
Pasaba un día. Sonaba el timbre. «He extraviado la guía de la tele», explicaba él, y yo iba en
busca de la mía, sabiendo que él la tenía donde siempre, en el sofá. Un domingo por la tarde bajó
diciendo: «Necesito una taza de harina.» Fue una torpeza, pero no pude contenerme. «Si tú no
tienes ni idea de cocinar.» Hubo un momento de silencio.
Bruno me miró a los ojos. «Y qué sabes tú —respondió—. Voy a hacer un pastel.»
Cuando llegué a América no conocía a casi nadie, sólo a un primo segundo que era cerrajero, y
me puse a trabajar para él. Si mi primo hubiera sido zapatero, me habría hecho zapatero; si