Me lavé con una esponja y me vestí. El día pasaba despacio. Cuando ya no pude esperar más,
tomé un autobús para ir al otro extremo de la ciudad. Llevaba en el bolsillo el anuncio del
periódico doblado y lo saqué varias veces para mirar la dirección, a pesar de que la sabía de
memoria. Tardé en encontrar el edificio. Al principio pensé que se trataba de un error. Pasé por
delante tres veces antes de convencerme de que tenía que ser allí. Era un viejo almacén. La puerta
de la calle estaba oxidada. La mantenía abierta una caja de cartón. Por un momento imaginé que
me habían atraído a aquel lugar para robarme y matarme. Me vi tendido en el suelo, en un charco
de sangre.
Se había nublado y empezaba a llover. Agradecí sentir el viento y las gotas en la cara,
pensando que me quedaba poco tiempo de vida. Estaba allí plantado, incapaz de seguir adelante o
volver atrás. Al fin oí una risa que venía de dentro. Vamos, no seas ridículo, pensé. Alargué la
mano hacia el picaporte y, en aquel momento, la puerta se abrió bruscamente. Salió una
muchacha que llevaba un jersey muy grande. Se subió las mangas. Tenía los brazos delgados y
blancos.
—¿Desea algo? —preguntó. El jersey tenía agujeritos. Le llegaba hasta las rodillas y por
debajo le asomaba una falda. A pesar del frío iba sin medias.
—Busco una academia de dibujo. Había un anuncio en el periódico, quizá me haya
equivocado de dirección. —Rebusqué el anuncio en el bolsillo de la gabardina.
Ella señaló hacia arriba.
—Segundo piso, primera puerta a la derecha. Pero no empiezan hasta dentro de una hora.
Miré a lo alto.
—Temía perderme y he venido pronto —dije. Ella tiritaba. Me quité la gabardina—. Tome,
póngase esto. Va a pillar un resfriado. —Ella se encogió de hombros, pero no hizo ademán de
cogerla. Yo me quedé con el brazo extendido hasta que vi que era inútil.
No había más que decir. Subí por la escalera. El corazón me palpitaba. Pensé en volver atrás:
pasar junto a la muchacha, bajar por la calle llena de basura, cruzar la ciudad y meterme en mi
casa, donde tenía cosas que hacer. ¿No era un imbécil al pensar que no iban a echarme cuando me
quitara la camisa y el pantalón y me presentara desnudo delante de ellos? ¿Al pensar que
contemplarían mis piernas varicosas, mi knedelach mustio y peludo y entonces se pondrían a
dibujar? Y sin embargo. No volví atrás. Me agarré a la barandilla y subí la escalera. Oía repicar la
lluvia en la claraboya. Por allí se filtraba una luz sucia. En lo alto de la escalera había un pasillo.
En la habitación de la izquierda, un hombre pintaba una tela grande. En la de la derecha no había
nadie. Vi un bloque cubierto con un terciopelo negro y un desordenado círculo de sillas y
taburetes plegables. Entré, me senté y esperé.
Al cabo de media hora, empezó a entrar gente. Una mujer me preguntó quién era. «He venido
por el anuncio —le dije—. Hablé por teléfono con alguien de aquí.» Ella pareció comprender y
sentí alivio. Me indicó dónde cambiarme, un rincón, detrás de una cortina rudimentaria. Yo me
paré allí y ella cerró la cortina a mi alrededor. Oí alejarse sus pasos y seguí sin moverme. Pasó un
minuto y me quité los zapatos. Los dejé bien alineados el uno al lado del otro. Me quité los
calcetines y metí uno en cada zapato. Me desabroché la camisa y me la quité; había un colgador,
y la colgué. Oí arrastrar de sillas y luego risas. De repente había perdido las ganas de ser visto.
Me hubiera gustado agarrar los zapatos, salir de la habitación, bajar la escalera y alejarme de allí.
Y sin embargo. Me bajé la cremallera del pantalón. Entonces se me ocurrió: ¿qué significaba
«desnudo» exactamente?
¿Quería decir en realidad sin el calzoncillo?, reflexioné. ¿Y si era con calzoncillo y yo salía
con los yasabesqué colgando? Metí la mano en el bolsillo del pantalón en busca del anuncio.
«Modelo para desnudo», poma. No seas idiota, me dije. Esta gente no son aficionados. Tenía el
calzoncillo por las rodillas cuando se acercaron los pasos de la mujer. «¿Está usted bien ahí
dentro?» Alguien abrió una ventana y un coche chapoteó en un charco. «Muy bien, sí. Salgo
enseguida.» Bajé la mirada al calzoncillo. Una rayita. Mis intestinos. Me abochornan
constantemente. Hice una bola con el calzoncillo.
Pensé: Después de todo, quizá haya venido aquí a morir. ¿No era verdad que hasta hoy no
había visto este almacén? Quizá éstos fueran lo que la gente llama ángeles. La chica de abajo
tenía que serlo, desde luego, cómo no me había dado cuenta, con lo pálida que estaba. Me había
quedado quieto. Empezaba a tener frío. Pensé: Conque es así como te llega la muerte. Desnudo,