La historia de amor

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en un almacén abandonado. Mañana Bruno bajaría, llamaría a la puerta y nadie contestaría.  
Perdona, Bruno, me hubiera gustado decirte adiós. Siento haberte decepcionado con tan pocas  
páginas. Entonces pensé: Mi libro. ¿Quién lo encontraría? ¿Lo tirarían con el resto de mis cosas?  
Aunque yo pensaba que lo escribía para mí, la verdad era que quería que lo leyera alguien. 
Cerré los ojos e inspiré. ¿Quién lavaría mi cadáver? ¿Quién presidiría el duelo y recitaría el  
kaddish? Pensé: Las manos de mi madre. Aparté la cortina. Sentía el corazón en la garganta. Me  
adelanté. Entornando los ojos a la luz, me paré delante de ellos. 
Nunca fui hombre de gran ambición. 
Lloraba con facilidad. 
No tenía cabeza para las ciencias. 
A menudo no encontraba las palabras. 
Cuando los otros rezaban yo sólo movía los labios. 
—Por favor. —La mujer que me había indicado dónde podía desnudarme me señalaba la caja  
cubierta de terciopelo—. Póngase ahí de pie. 
Crucé la sala. Habría unos doce, sentados en sillas, con blocs de dibujo. Estaba la chica del  
jersey grande. 
—Quédese como se sienta más cómodo. 
No sabía hacia dónde volverme. Estaban en círculo, de modo que, me pusiera como me  
pusiese, alguien tendría que enfrentarse a mi lado rectal. Decidí quedarme como estaba. Dejé caer  
los brazos a los lados y me concentré en un punto del suelo. Ellos levantaron los lápices. 
No pasó nada. Pero yo sentía el terciopelo en las plantas de los pies, se me erizaba el vello de  
los brazos, me pesaban los dedos, tirando de mí hacia el suelo. Me pareció que mi cuerpo se  
despertaba ante doce pares de ojos. Alcé la cabeza. 
—Procure permanecer quieto —dijo la mujer. 
Me quedé mirando una grieta del suelo de cemento. Oía el roce de los lápices en el papel. Yo  
quería sonreír. Mi cuerpo empezaba a rebelarse, ya me temblaban las rodillas y se me fatigaban  
los músculos de la espalda. Pero. No me importaba. Si era necesario, estaría así todo el día. 
Pasaron quince minutos, veinte. Entonces la mujer dijo: 
—Podríamos descansar un poco y luego empezamos con otra pose. 
Sentado. De pie. Me di la vuelta, para que los que no habían visto mi lado rectal lo vieran  
ahora. Ellos volvían las hojas de los blocs. No sé cuánto duró aquello. Hubo un momento en que  
creí que me desmayaba. Iba del dolor al entumecimiento y del entumecimiento al dolor. Me  
lloraban los ojos del esfuerzo. 
No sé cómo, me vestí. No encontraba el calzoncillo y estaba muy cansado para buscarlo.  
Bajaba la escalera sujetándome del pasamano. La mujer bajó detrás de mí. 
—Espere, olvida los quince dólares. 
Los tomé y, al ir a meterlos en el bolsillo, noté el bulto del calzoncillo. 
—Gracias. —Se lo decía de verdad. Estaba exhausto. Pero contento. 
Quiero decir esto en algún sitio: he tratado de perdonar. Y sin embargo. Ha habido épocas de  
mi vida, años enteros, en que la cólera ha podido conmigo. La fealdad me ha sublevado.  
Encontraba cierta satisfacción en el resentimiento. Le abría la puerta. Lo cultivaba. Miraba al  
mundo con malos ojos. Y el mundo me miraba a mí con malos ojos. Nos quedábamos trabados en  
una mirada de mutua repulsión. Le cerraba a la gente la puerta en las narices. Me pedorreaba  
donde me apetecía. Acusaba a las cajeras de querer estafarme diez céntimos, mientras los tenía en  
la mano. Hasta que un día me di cuenta de que iba camino de ser la clase de schmuck que  
envenena a las palomas. La gente cambiaba de acera para no cruzarse conmigo. Era un cáncer  
humano. Y, si he de ser sincero, en el fondo no estaba enojado. Ya no. Había dejado el enojo en  
algún sitio hacía mucho tiempo. Olvidado en un banco del parque. Y sin embargo. Después de  
tantos años, ya no sabía ser de otra manera. Una mañana, al despertar, me dije: Aún no es tarde.  
Los primeros días fueron extraños. Tuve que practicar la sonrisa delante del espejo. Pero la  
recuperé. Fue como quitarme un peso de encima. Yo me desembaracé de algo y algo se  
desembarazó de mí. Al cabo de un par de meses encontré a Bruno. 
Cuando volví de la clase de dibujo, había una nota de Bruno en la puerta. Ponía: «¿Dónde te  
metes?» Estaba muy cansado para subir a explicárselo. Dentro estaba oscuro y tiré de la cadenita



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En el texto hay: istorias

Editado: 05.07.2020

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