La historia de amor

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puñetazo en el estómago que lo hace caer de espaldas al oscuro río. Y se ahoga, porque lo que les  
falta a los ángeles es saber nadar. 
Estaba solo en aquella habitación llena de libros, con el libro de mi hijo en las manos. Era  
medianoche. Más de medianoche. Y pensé: Pobre Bruno. Ya debe de haber llamado al depósito  
para preguntar si les han llevado a un viejo que tenía en la cartera una tarjeta que decía: «ME  
LLAMO LEO GURSKY NO TENGO FAMILIA RUEGO LLAMEN AL CEMENTERIO  
PINELAWN ALLÍ TENGO UNA PARCELA EN LA SECCIÓN JUDÍA GRACIAS POR SU  
AMABILIDAD.» 
Volví el libro para mirar la foto de mi hijo. Nos vimos una vez. Por lo menos estuvimos frente  
a frente. Fue en una lectura que dio en la Asociación Cultural Judía de la calle Noventa y dos.  
Compré la entrada con cuatro meses de antelación. Muchas veces había imaginado nuestro  
encuentro. Yo como padre y él como hijo. Y sin embargo. Sabía que no podía ser, no como yo  
quería. Había aceptado que lo máximo a lo que podía aspirar era a un asiento entre el público.  
Pero durante la lectura no sé qué me entró, lo cierto es que, después, me encontré haciendo cola,  
sosteniendo con dedos temblorosos el trozo de papel en que había escrito mi nombre. Él lo miró y  
lo copió en un libro. Traté de decir algo, pero no me salía la voz. Él sonrió y me dio las gracias. Y  
sin embargo. No me moví. «¿Desea algo más?», me preguntó. Yo me puse a gesticular. La mujer  
que estaba detrás de mí me miró con impaciencia, me apartó y se adelantó para saludar al autor.  
Yo gesticulaba como un idiota. ¿Qué iba a hacer él? Firmó el libro de la mujer. Aquello era  
violento para todos. Mis manos no paraban de moverse. Los de la cola tenían que sortearme. De  
vez en cuando, él me miraba con extrañeza. Hubo un momento en que me sonrió como se sonríe a  
un idiota. Pero mis manos querían decírselo todo. Y se lo decían, hasta que un guardia de  
seguridad me asió firmemente del codo y me llevó a la puerta. 
Era invierno. A la luz de las farolas se veían caer gruesos copos blancos. Me quedé esperando  
a que saliera mi hijo, pero no salió. Debía de haber una puerta trasera, no sé. Tomé el autobús  
para ir a casa. Bajé por mi calle nevada. Me volví a mirar mis pisadas, como hago siempre. Al  
llegar a la puerta busqué mi nombre en los timbres. Y, como sé que a veces veo visiones, después  
de cenar llamé a información para preguntar si yo estaba en la guía. Aquella noche, antes de  
acostarme, abrí el libro que había dejado en la mesita de noche. «A Leon Gursky», ponía. 
Aún tenía el libro en las manos cuando el hombre al que había abierto la puerta se me acercó  
por la espalda. 
—¿Lo conoce? 
Yo solté el libro, que cayó a mis pies con un golpe sordo y quedó con la cara de mi hijo hacia  
arriba. Yo no sabía lo que hacía. Traté de explicar. 
—Soy su padre —dije. O quizá—: Es mi hijo. 
Dijera lo que dijese, me hice entender, porque el hombre me miró atónito, luego sorprendido y  
luego como si no me creyera. Lo cual me pareció normal, porque, al fin y al cabo, ¿qué iba a  
pensar de un individuo que llega en limusina, abre una cerradura y luego pretende ser el padre de  
un escritor famoso? 
De repente, me sentí cansado, más cansado de lo que había estado en años. Me agaché, recogí  
el libro y lo puse en el estante. El hombre me miraba, pero en aquel momento sonó en la calle el  
claxon del coche, y me alegré, porque me parecía que, para un día, ya me habían mirado lo  
suficiente. 
—Bien —dije yendo hacia la puerta—. Vale más que me vaya. 
El hombre sacó la billetera, extrajo un billete de cien dólares y me lo tendió. 
—¿Su padre? —preguntó. 
Yo me guardé el dinero en el bolsillo y le di un caramelo de menta, gentileza de la casa. Metí  
los pies en los zapatos empapados. 
—En realidad, su padre no —dije. Y sin saber qué más decir, añadí—: Más bien un tío. —Me  
pareció que esto lo desconcertaba bastante, pero por si acaso dije—: Tampoco exactamente un  
tío. 
Él alzó las cejas. Yo tomé la caja de las herramientas y salí a la lluvia. Él quiso darme las  
gracias otra vez, pero yo ya bajaba los escalones. Subí al coche. Él seguía en la puerta,  
mirándome. Para acabar de convencerlo de que estaba pirado, agité la mano haciendo el saludo de  
la reina



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En el texto hay: istorias

Editado: 05.07.2020

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