Eran las tres cuando llegué a casa. Me metí en la cama. Estaba reventado. Pero no podía
dormir. Echado de espaldas, escuchaba la lluvia y pensaba en mi libro. No le había puesto título,
porque ¿qué falta le hace un título a un libro que nadie va a leer?
Me levanté y fui a la cocina. Guardo el manuscrito en una caja dentro del horno. Lo saqué, lo
dejé en la mesa y puse un folio en la máquina de escribir. Estuve mucho rato mirando el papel en
blanco. Con dos dedos, tecleé un título:
RIENDO Y LLORANDO
Lo miré durante unos minutos. No estaba bien. Añadí otra palabra:
RIENDO Y LLORANDO Y ESCRIBIENDO
Después otra:
RIENDO Y LLORANDO Y ESCRIBIENDO Y ESPERANDO
Hice una bola con la hoja de papel y la tiré al suelo. Puse agua al fuego. Había dejado de
llover. Una paloma arrullaba en el alféizar. Ahuecó las plumas, se paseó de un lado al otro y
levantó el vuelo. Libre como un pájaro, por así decir. Puse otra hoja en la máquina y escribí:
PALABRAS PARA TODAS LAS COSAS
Sin darme tiempo a cambiar de idea, saqué la hoja, la puse encima del montón y tapé la caja.
Encontré papel de embalar e hice un paquete. Encima escribí la dirección de mi hijo, que me sé
de memoria.
Me quedé esperando que ocurriera algo, pero no ocurrió nada. Ni un vendaval lo barrió todo.
Ni tuve un ataque al corazón. Ni un ángel llamó a la puerta.
Eran las cinco de la madrugada. Faltaban horas para que abrieran la oficina de correos. Para
matar el tiempo, saqué el proyector de diapositivas de debajo del sofá. Es algo que hago en días
especiales, mi cumpleaños, por ejemplo. Lo pongo encima de una caja de zapatos, lo enchufo y
pulso el interruptor. Un haz de luz polvorienta ilumina la pared. Guardo la diapositiva en un tarro,
en el estante de la cocina. Le soplo el polvo, la inserto y avanzo. La foto se enfoca. Una casa con
la puerta amarilla, al borde de un campo. Al final del otoño. Entre las ramas negras, el cielo está
de color naranja y luego se vuelve azul oscuro. Por la chimenea sale humo de leña y por la
ventana casi puedo ver a mi madre, inclinada sobre una mesa. Yo corro hacia la casa. Siento el
viento frío en las mejillas. Extiendo la mano. Y, como estoy soñando, por un momento me parece
que puedo abrir la puerta y entrar.
Se hacía de día. La casa de mi infancia se borraba ante mis ojos hasta casi desaparecer.
Apagué el proyector, me comí una barrita de cereal con fibra y fui al lavabo. Cuando hube hecho
todo lo que iba a hacer, me lavé con una esponja y me puse a buscar el traje en el armario.
Encontré los chanclos que buscaba desde hacía tiempo y una radio vieja. Al fin, en el suelo,
arrugado, el traje, un traje blanco de verano, aceptable si no te fijas en la mancha amarronada del
pecho. Me vestí. Escupí en la palma de la mano y me aplasté el pelo. Completamente vestido, me
senté con el paquete marrón en el regazo. Comprobaba y volvía a comprobar la dirección. A las
8.45 me puse la gabardina y agarré el paquete bajo el brazo. Me miré en el espejo del recibidor
por última vez. Luego abrí la puerta y salí a la mañana.