polvo del que limpiaban. Corrían rumores de que el señor Goldstein sólo dormía una hora cada
noche, en el sótano de la shul, que había estado en un campo de trabajo de Siberia, que tenía el
corazón débil, que un ruido fuerte podía matarlo, que la nieve lo hacía llorar. Bird le había
tomado cariño. Después de la clase de hebreo, lo seguía mientras el señor Goldstein pasaba el
aspirador entre las filas de sillas, limpiaba los aseos y borraba palabrotas de la pizarra. Era tarea
del señor Goldstein retirar de la circulación los viejos siddurs destrozados, y una tarde, mientras
dos cuervos tan grandes como perros lo observaban desde los árboles, él sacó una carretilla
cargada de ellos al campo detrás de la sinagoga, la empujó tropezando con piedras y raíces, cavó
un agujero, rezó una oración y los enterró.
—No se pueden tirar de cualquier manera —dijo a Bird—. No se puede, porque llevan el
nombre de Dios. Hay que enterrarlos como es debido.
A la semana siguiente, Bird empezó a escribir en las páginas de su libreta de deberes las cuatro
letras hebreas del nombre que nadie debe pronunciar y nadie puede tirar de cualquier manera. Al
cabo de unos días, al destapar la cesta de la ropa, lo vi escrito en lápiz indeleble en la etiqueta de
su calzoncillo. Lo escribió con tiza en la puerta de la calle, lo garabateó en la fotografía de su
clase, en la pared del baño y, al fin, lo grabó con mi cuchillo del ejército suizo en el tronco del
árbol que había delante de nuestra casa, tan arriba como pudo.
Quizá por eso, o por su costumbre de taparse los ojos con el antebrazo para hurgarse en la
nariz, como si así la gente no pudiera verlo, o porque a veces le daba por hacer sonidos extraños,
como de videojuego, aquel año los pocos amigos que había tenido dejaron de venir a jugar.
Todas las mañanas se levanta temprano y sale a rezar la oración de daven de cara a Jerusalén.
Yo lo veo desde la ventana y me pesa haberle enseñado cómo se pronuncian las letras en hebreo
cuando no tenía más que cinco años. Me entristece pensar que esto no puede durar.
4. MI PADRE MURIÓ CUANDO YO TENÍA SIETE AÑOS
Lo que recuerdo de él lo recuerdo a trozos. Las orejas. La piel arrugada de los codos. Las
cosas que me contaba de su niñez en Israel. Cómo se sentaba en su sillón favorito a escuchar
música, y cómo le gustaba cantar. Él me hablaba en hebreo y yo le llamaba abba. Lo he olvidado
casi todo, pero a veces me vienen a la memoria algunas palabras, kum-kum, shemesh, col, yam,
etz, neshika, motek, con el sentido tan borroso como las caras de las monedas viejas. Mi madre es
inglesa y lo conoció cuando trabajaba en un kibbutz, cerca de Ashdod, el año antes de ir a Oxford.
Él tenía diez años más. Había estado en el ejército y después había viajado por América del Sur.
Luego estudió para ingeniero. Le gustaba acampar al aire libre y siempre llevaba en el maletero
un saco de dormir y ocho litros de agua, y si era necesario podía encender fuego con un pedernal.
Iba a buscar a mi madre los viernes por la noche, mientras los otros kibbutzniks tumbados en
mantas sobre la hierba bajo una pantalla de cine gigante, acariciaban a los perros y se colocaban.
Él la llevaba al mar Muerto, donde flotaban de un modo extraño.
5. EL MAR MUERTO ES EL LUGAR MÁS BAJO DE LA TIERRA
6. NO HABÍA EN EL MUNDO DOS PERSONAS QUE SE PARECIERAN MENOS QUE MI
MADRE Y MI PADRE
Cuando mi madre se puso morena y mi padre decía riendo que cada día se parecía más a él,
era broma, porque él medía un metro noventa, tenía los ojos verdes y el pelo negro, y mi madre es
muy blanca y tan bajita que aun ahora, con cuarenta y un años, al verla desde el otro lado de la
calle podrías tomarla por una niña. Bird es pequeño y rubio como ella, y yo soy como mi padre.
Soy flacucha, tengo el pelo negro y los dientes separados, y quince años.
7. HAY UNA FOTO DE MI MADRE QUE NADIE HA VISTO
En el otoño, mi madre regresó a Inglaterra para asistir a la universidad. Llevaba los bolsillos
llenos de arena del lugar más bajo de la tierra. Pesaba cuarenta y siete kilos. A veces habla de un