O quizá en los Andes del Perú, pensé, porque allí había acampado papá. Para cambiar de tema,
le hablé de cicuta y de zanahorias y chirivías silvestres, pero resultó mala idea, porque se le
pusieron los ojos llorosos y cuando le pregunté qué le pasaba dijo que nada, sólo que le había
hecho pensar en las zanahorias que papá cultivaba en el huerto de Ramat Gan. Me habría gustado
preguntarle qué cultivaba él, además de un olivo, un limonero y las zanahorias, pero no quise que
se entristeciera más.
Empecé a escribir un cuaderno titulado Cómo Sobrevivir en la Naturaleza.
18. MI MADRE NUNCA DEJÓ DE AMAR A MI PADRE
Conserva su amor por él tan vivo como lo estaba en el verano en que se conocieron. Por eso ha
dado la espalda a la vida. A veces subsiste durante días a base de agua y aire. Por ser la única
forma de vida compleja capaz de hacer eso, deberían dar su nombre a una nueva especie. El tío
Julian me dijo un día que el escultor y pintor Alberto Giacometti decía que, a veces, para pintar
sólo una cabeza has de renunciar a toda la figura. Para pintar una hoja has de sacrificar todo el
paisaje. Al principio, puede parecer que estás limitándote pero luego te das cuenta de que, si
captas un centímetro de algo, tienes más probabilidades de percibir cierto sentido del universo
que si pretendieras abarcar todo el firmamento.
Mi madre no eligió una cabeza ni una hoja. Ella eligió a mi padre y, para preservar cierto
sentido, sacrificó el mundo.
19. EL MURO DE DICCIONARIOS ENTRE MI MADRE Y EL MUNDO SE HACE MÁS
ALTO CADA AÑO
A veces, se sueltan páginas de los diccionarios y se arremolinan a sus pies, shallon, shalop,
shallot, shallow, shalom, sham, shaman, shamble, como pétalos de una flor inmensa. Cuando era
pequeña, yo creía que las páginas del suelo eran palabras que ella no podría volver a usar, y
trataba de pegarlas en su sitio con cinta adhesiva, por miedo a que un día se quedara muda.
20. MI MADRE SÓLO HA TENIDO DOS CITAS DESDE QUE MURIÓ MI PADRE
La primera fue hace cinco años, cuando yo tenía diez, con un inglés que trabajaba en una de
las editoriales que publican sus traducciones. Aquel hombre, Lyle, llevaba en la mano izquierda
un anillo con un escudo nobiliario, que quizá fuera suyo o quizá no, pero cuando hablaba de sí
mismo gesticulaba con aquella mano. En el curso de una conversación, se descubrió que mi
madre y él habían estado en Oxford al mismo tiempo. Con el pretexto de esta coincidencia, el
señor Lyle le pidió una cita a mi madre. Muchos hombres se la piden, y ella dice siempre que no.
Pero esta vez, por alguna razón, accedió. El sábado por la noche, mi madre se presentó en la sala
con moño alto y el chal rojo que mi padre le había comprado en Perú.
—¿Cómo estoy? —preguntó.
Estaba muy guapa, aunque no me pareció bien que se pusiera el chal. Pero no hubo tiempo de
decir nada, porque en aquel momento se presentó Lyle en la puerta, jadeando. Se acomodó en el
sofá. Yo le pregunté si sabía algo acerca de la supervivencia en la naturaleza, y él contestó:
—Por supuesto.
Le pregunté si sabía la diferencia entre la cicuta y las zanahorias silvestres, y él me contó con
pelos y señales los momentos finales de una regata en Oxford, en la que su barco había tomado
ventaja en los tres últimos segundos.
—Ostras —dije de un modo que podía considerarse sarcástico.
Lyle también evocó gratos recuerdos de paseos en batea por el Cherwell. Mi madre dijo que
ella nunca había paseado en batea por el Cherwell. Yo pensé: Pues no me sorprende.
Entonces se fueron y yo me quedé viendo un programa de televisión sobre los albatros de la
Antártida: pueden estar años sin posarse en tierra, duermen planeando, beben agua de mar y año
tras año regresan para criar con la misma pareja. Debí de quedarme dormida, porque cuando oí la
llave de mi madre en la cerradura era casi la una. Se le habían soltado unos rizos que le caían por