En cuanto a revelaciones del propio Litvinoff, sólo sabemos lo que consta en las páginas de su
único libro. No llevaba diario y escribió pocas cartas, y aun éstas se perdieron o fueron destruidas.
Aparte de varias listas de la compra y notas personales y de la única hoja del manuscrito en yidis
que Rosa consiguió rescatar de la inundación, sólo queda una postal que escribió en 1964 a un
sobrino que residía en Londres. Para entonces Litvinoff ya había publicado la Historia en una
modesta edición de unos dos mil ejemplares, y volvía a dar clases, ahora —gracias a cierto
prestigio adquirido con la reciente publicación del libro— de literatura y en la universidad. La
postal se exhibe en una vitrina sobre un ajado terciopelo azul, en el polvoriento museo de historia
de la ciudad, que casi siempre está cerrado cuando a alguien se le ocurre visitarlo. En el dorso se
lee, simplemente:
Querido Boris: Me alegra saber que has aprobado los exámenes. Tu madre, bendita sea
su memoria, estaría muy orgulloso. ¡Todo un doctor! Ahora estarás más ocupado que
nunca pero, si quieres hacernos una visita, aquí siempre tendrás una habitación. Puedes
quedarte todo el tiempo que quieras. Rasa es buena cocinera. Podrías sentarte frente al
mar y hacer de tu estancia unas verdaderas vacaciones. ¿Qué hay de las chicas? Es sólo
una pregunta. Siempre hay que tener tiempo para eso. Te mando un abrazo con mi
felicitación.
Zvi
El anverso de la postal, una vista de la mar iluminada a mano, está reproducido en el cartel de
la pared, con este texto: «Zvi Litvinoff, autor de La Historia del Amor, nació en Polonia y residió
en Valparaíso durante treinta y siete años, hasta su muerte, ocurrida en 1978. Esta postal fue
escrita a Boris Perlstein, hijo de su hermana mayor.» En letras más pequeñas, en el ángulo
inferior izquierdo, se lee: «Cedida por Rosa Litvinoff.» Lo que no dice es que su hermana Miriam
fue abatida de un disparo en la cabeza por un oficial nazi en el gueto de Varsovia, ni que, aparte
de Boris, que escapó en mi kindertransport y pasó el resto de la guerra y su infancia en un
orfanato de Surrey, y de los hijos de Boris, que a veces se sentían asfixiados por la desesperación
y el miedo que acompañaban el amor de su padre, Litvinoff no tenía más parientes vivos.
Tampoco dice que la postal no fue enviada, aunque un observador atento puede ver que no tiene
matasellos.
Lo que no se sabe de Litvinoff no tiene fin. No se sabe, por ejemplo, que en su primera y
última visita a Nueva York, hecha en el otoño de 1954 —adonde Rosa había insistido en ir para
enseñar el manuscrito a varios editores—, él fingió perderse en unos grandes almacenes muy
concurridos, salió a la calle y se detuvo en Central Park, guiñando los ojos al sol. Que, mientras
ella lo buscaba entre expositores de panties y guantes, él avanzaba por una avenida de olmos. Que
cuando Rosa encontró a un jefe de planta y se dio el aviso por megafonía («Señor Z. Litvinoff, se
ruega al señor Z. Litvinoff acuda a zapatería de señoras, donde lo aguarda su esposa») él había
llegado a un estanque y observaba cómo una pareja remaba en un bote hacia los juncos detrás de
los que se encontraba él, y la muchacha, creyéndose escondida, se desabrochó la blusa y mostró
unos senos blancos. Que, a la vista de aquellos senos, Litvinoff sintió remordimiento y echó a
correr por el parque para volver a los almacenes, donde encontró a Rosa —con la cara colorada y
el pelo pegado a la nuca— hablando con una pareja de policías. Que cuando ella le echó los
brazos al cuello, le dijo que le había dado un susto de muerte y le preguntó dónde había estado,
Litvinoff respondió que había ido al aseo y se había quedado encerrado. Que después, en el bar de
un hotel, los Litvinoff se reunieron con el único editor que había accedido a verlos, un hombre
nervioso, con una risita atiplada y manchas de nicotina en los dedos, que les dijo que el libro le
había gustado mucho pero no podía publicarlo porque nadie lo compraría. En prueba de su
aprecio, les regaló un ejemplar de un libro que acababa de editar. Al cabo de una hora, se despidió
diciendo que tenía que asistir a una cena y se marchó apresuradamente dejando a los Litvinoff
con la cuenta.
Aquella noche, cuando Rosa se durmió, Litvinoff se encerró en el baño, ahora de verdad. Lo
hacía casi todas las noches, porque lo violentaba que su esposa lo oliera. Sentado en la taza, leyó
la primera página del libro que les había regalado el editor. También lloró.