Yo no sé qué esperaba, pero esperaba algo. Cada vez que iba a abrir el buzón me temblaban
los dedos. Fui el lunes. Nada. Fui el martes y el miércoles. Tampoco había nada el jueves. Dos
semanas y media después de haber enviado el libro, sonó el teléfono. Estaba seguro de que era mi
hijo. Yo estaba dormitando en el sillón y tenía babas en el hombro. Me levanté de un salto.
«Diga.» Pero. Era sólo la profesora de la clase de dibujo, que dijo que buscaba gente para un
proyecto que iba a desarrollar en una galería de arte y había pensado en mí —y cito
textualmente— por mi acusada personalidad. Como es natural, me sentí halagado. En otro
momento, habría tenido una hemorragia de satisfacción. Y sin embargo. «¿En qué consiste el
proyecto?», pregunté. Ella respondió que lo único que tenía que hacer era estar sentado desnudo
en un taburete metálico, en medio de la clase y, si me apetecía, y ella esperaba que así fuera,
sumergirme en un tanque lleno de sangre de vaca kosher y luego rodar sobre grandes hojas de
papel blanco.
Yo puedo ser idiota, pero no estoy desesperado. Todo tiene un límite, de manera que le di las
gracias por el ofrecimiento y, lamentándolo mucho, rehusé porque ya me había comprometido a
sentarme sobre un pulgar y girar siguiendo el movimiento rotatorio de la Tierra. Ella se mostró
decepcionada. Pero pareció comprender mis razones. Me dijo que, si deseaba ver los dibujos que
la clase había hecho de mí, podía visitar la exposición que harían dentro de un mes. Tomé nota de
la fecha y colgué.
No había salido de casa en todo el día. Ya oscurecía y decidí dar un paseo. Soy viejo. Pero aún
puedo moverme. Pasé por delante de la cafetería de Zafi, de la barbería y de Kossar's Bialys,
donde algún sábado por la noche compro bagels calientes. Antes no hacían bagels. ¿Por qué
habían de hacerlos? En una tienda de bialys lo lógico es que vendan bialys. Y sin embargo.
Seguí andando. Entré en el drugstore e hice caer un anuncio de lubricante KY. Pero. No
estaba por la labor. Al pasar por delante del Center vi un gran letrero que ponía: «Domingo noche
Dudu Fisher. Compre ahora sus entradas.» ¿Por qué no?, pensé. A mí no me gusta eso pero a
Bruno le encanta Dudu Fisher. Entré y compré dos entradas.
No sabía adónde iba. Anochecía pero yo seguía andando. Vi un Starbucks y entré a tomar
café, porque me apetecía un café, no porque quisiera ser visto. Normalmente, habría hecho mucho
teatro. «Póngame un café solo, quiero decir largo, mejor dicho, extralarge, ¿o quizá un corto con
hielo?», y luego, para remate, habría provocado un pequeño percance en el surtidor de la leche.
Pero hoy no. Puse la leche como una persona normal y me senté en una butaca frente a un hombre
que leía el periódico. Rodeé la taza con las manos. Era agradable sentir el calor. En la mesa de al
lado había una muchacha de pelo azul, inclinada sobre una libreta y mordiendo un bolígrafo, y en
la siguiente un niño vestido de futbolista con su madre, que le decía: «El plural de perdiz es
perdices.» Me embargó una oleada de felicidad. Era fabuloso formar parte de todo aquello. Estar
tomando un café como una persona normal. Sentí ganas de gritar: «¡El plural de perdiz es
perdices! ¡Hay que ver qué lengua! ¡Qué mundo!»
Había un teléfono público en el servicio. Saqué un cuarto de dólar y marqué el número de
Bruno. Sonó nueve veces. La muchacha del pelo azul pasó por delante de mí, camino del tocador.
Le sonreí. ¡Asombroso! Ella también sonrió. A la décima señal, él contestó.
—¿Bruno?
—¿No es fantástico estar vivo?
—No, muchas gracias, no deseo comprar nada.—¡No quiero venderte nada! Soy Leo. Escucha. Estaba aquí en Starbucks tomando un café
cuando he caído...
—¿Que te has caído?
—¡Escucha, hombre! He caído en la cuenta de lo estupendo que es vivir. ¡Vivir! Y he querido
decírtelo. ¿Entiendes lo que digo? Digo que la vida es algo hermoso, Bruno. Algo hermoso y una
dicha para siempre.
Una pausa.
—Claro, lo que tú digas, Leo. La vida es algo hermoso.
—Y una dicha para siempre.
—Está bien —dijo Bruno—. Y una dicha.
Yo esperaba.
—Para siempre.
Iba a colgar cuando Bruno dijo:
—¿Leo?
—¿Sí?
—¿Te refieres a la vida humana?
Estuve alargando mi café durante media hora, sacándole todo el jugo. La muchacha cerró la
libreta y se levantó para marcharse. El hombre estaba terminando su periódico. Yo leí los
titulares. Era una pequeña parte de algo más grande que yo. Sí, la vida humana. ¡Vida! ¡Humana!
Entonces el hombre volvió la página y a mí se me paró el corazón.
Era una foto de Isaac. Nunca la había visto. Guardo todos los recortes; si él tuviera un club de
fans yo sería el presidente. He estado veinte años suscrito a la revista en que él colabora. Creí que
tenía todas sus fotos. Las he contemplado mil veces. Y sin embargo. Ésta era nueva. Él estaba
frente a una ventana. Tenía la cabeza inclinada y un poco ladeada. Podía haber estado
reflexionando. Pero levantaba la mirada, como si alguien hubiera pronunciado su nombre en el
instante en que iba a accionarse el disparador. Sentí el deseo de llamarlo. Era sólo un diario, pero
yo quería gritar a voz en cuello: «¡Isaac! ¡Estoy aquí! ¿Me oyes, mi pequeño Isaac?» Yo quería
que volviera sus ojos hacia mí, como los había vuelto hacia el que lo había sacado de su reflexión.
Pero no podía. Porque el titular decía: «El escritor Isaac Moritz muere a los 60 años.»
Isaac Moritz, celebrado autor de seis novelas, entre ellas El Remedio, por la que obtuvo
el Premio Nacional del Libro, falleció el martes por la noche. La causa de su muerte fue la
enfermedad de Hodgkin. Contaba sesenta años.
Las novelas de Moritz se caracterizan por el humor, la compasión y la búsqueda de la
esperanza en medio de la desesperación. Desde el principio contó con fervorosos
admiradores, entre ellos Philip Roth, miembro del jurado del Premio Nacional del Libro,
que fue concedido a Isaac Moritz en 1972 por su primera novela. «En El Remedio palpita
un corazón humano y vigoroso, dotado de entereza y compasión», dijo Roth en la nota de
prensa en que se anunciaba la concesión del premio. Leon Wieseltier, otro de los
admiradores del escritor, decía esta mañana en unas declaraciones hechas por teléfono
desde las oficinas del New Republic de Washington D.C. que Isaac Moritz ha sido «uno de
los escritores más importantes del siglo XX y también uno de los más subestimados.
Calificarlo de escritor judío o, peor aún, de escritor experimental, es desconocer la esencia
de su calidad humana, que se sustrae a todo encasillamiento».
Isaac Moritz nació en Brooklyn en 1940, hijo de inmigrantes. Era un niño callado y
serio que llenaba libretas con detalladas descripciones de escenas de su vida. Una de ellas,
en la que observa cómo una pandilla de chicos golpea a un perro, escrita a los doce años,
inspiraría el célebre pasaje de El Remedio en que Jacob, el protagonista, al salir del
apartamento de una mujer con la que acaba de hacer el amor por primera vez, se detiene a
la luz turbia de una farola, con un frío glacial, al ver cómo dos hombres matan a un perro a
puntapiés. En aquel momento, sobrecogido por la desgarrada brutalidad de la existencia
física, por la «irreconciliable contradicción de ser animales condenados a tener conciencia
de sí mismos y entes morales condenados a tener instintos animales», Jacob inicia un
lamento, un extático párrafo de cinco páginas, que fue calificado por la revista Time como
«uno de los pasajes más incandescentes y conmovedores» de la literatura contemporánea.