Unas rusas corpulentas, embadurnadas de arcilla negra, nos miraron. Si Bubbe se dio cuenta,
no lo demostró. Nosotros flotábamos boca arriba mientras ella nos vigilaba por debajo de su
sombrero de ala ancha. Yo tenía los ojos cerrados, pero noté su sombra sobre mí.
—¿No tienes pechos? ¿Qué te pasa?
Sentí que me ardía la cara y fingí que no la oía.
—¿Sales con chicos? —me preguntó.
Bird se puso a escuchar.
—No —dije en voz baja.
—¿Qué?
—Noo.
—¿Por qué no?
—¡Tengo doce años!
—¡Y qué! A tu edad, yo salía con tres o cuatro. Eres joven y bonita, keynehore.
Moví los pies para alejarme de su busto gigantesco e imponente. Su voz me persiguió.
—¡Pero eso no durará siempre!
Traté de ponerme de pie y resbalé en la arcilla. Recorrí aquellas aguas quietas con la mirada,
buscando a mi madre, y al fin la distinguí. Estaba más allá del último bañista y seguía nadando.
A la mañana siguiente, en el Muro de las Lamentaciones, el cuerpo aún me olía a azufre. Las
grietas abiertas entre las grandes piedras estaban llenas de papelitos doblados. El rabino me dijo
que, si quería, podía escribir una nota a Dios e introducirla en una grieta. Yo no creía en Dios y,
en su lugar, escribí a mi padre: «Querido papá: Te escribo esto con el bolígrafo que me regalaste.
Ayer Bird preguntó si sabías hacer la Heimlich y le dije que sí. También le dije que podías
conducir un hovercraft. Por cierto, encontré tu tienda de campaña en el sótano. Seguramente,
mamá no la vio cuando tiró todas tus cosas. Huele a moho, pero no tiene goteras. A veces la
monto en el patio y me echo en ella pensando que también tú te habías echado allí dentro. Te
escribo esto a pesar de que sé que no puedes leerlo. Un beso, Alma.» Bubbe también escribió una
nota. Cuando yo trataba de meter la mía, la suya cayó al suelo. Como ella estaba muy ocupada
rezando, la recogí, la desdoblé y la leí. Decía: «Baruch Hashem, haz que mi marido y yo podamos
ver el día de mañana y concede a mi Alma la bendición de la salud y la felicidad y también un par
de bonitos pechos, lo que no sería tan terrible.»
6. SI YO TUVIERA ACENTO RUSO TODO SERÍA DIFERENTE
Cuando regresé a Nueva York encontré esperándome la primera carta de Misha. «Querida
Alma —empezaba—: ¡Saludos! ¡Estoy muy feliz por tu bienvenida!» Tenía casi trece años, cinco
meses más que yo. Dominaba el inglés mejor que Tatiana, porque se había aprendido de memoria
las letras de casi todas las canciones de los Beatles. Las cantaba acompañándose con un acordeón,
regalo de su abuelo, que fue a vivir con ellos cuando murió la abuela, cuya alma, decía Misha,
había descendido a los Jardines de Verano de San Petersburgo en forma de una bandada de
gansos. Allí estuvieron dos semanas, graznando bajo la lluvia y, cuando alzaron el vuelo, la
hierba estaba cubierta de cagarrutas. Su abuelo llegó varias semanas después, arrastrando una
estropeada maleta que contenía los dieciocho tomos de la Historia de los Judíos. Se instaló en la
pequeña habitación que Misha compartía con Svetlana, su hermana mayor, sacó el acordeón y
empezó la que sería la obra de su vida. Al principio escribía sólo variaciones de canciones
populares rusas, mezcladas con aires judíos. Después pasó a hacer versiones más melancólicas y
desgarradas y, por último, dejó de tocar cosas que ellos pudieran reconocer, y lloraba mientras
sostenía unas notas muy largas. Misha y Svetya, a pesar de no ser muy listos, comprendieron que
al fin el abuelo había hecho realidad su sueño de ser compositor. Tenía un coche muy abollado
que dejaba en el callejón, detrás del apartamento. Tal como lo cuenta Misha, el abuelo conducía a
ciegas, dejando una independencia casi total al coche, que avanzaba a tientas, rebotando aquí y
allá, y sólo cuando había verdadero peligro de muerte daba al volante un toque con la yema de los
dedos. Cada vez que el abuelo iba a recogerlos a la escuela, Misha y Svetlana trataban de
disimular mirando para otro lado. Pero él daba gas hasta que ya era imposible seguir fingiendo, y
entonces corrían hacia el coche con la cabeza baja y se acurrucaban en la parte de atrás, mientras
el abuelo, sentado al volante, coreaba una cinta de la banda punk Pussy Ass Mother Fucker delprimo Lev. Pero no captaba bien la letra. En lugar de Got into a fight, smashed his face on the car
door, él cantaba: You are my knight and you wear shining ar-mor, y en lugar de You're a louse,
but you're so pretty, cantaba Take it up to the house, in a jitney1
. Cuando Misha y su hermana le
señalaban el error, el abuelo parecía sorprendido y subía el volumen para oír mejor, pero al otro
día volvía a cantar lo mismo. Al morir, el abuelo dejó a Svetya los dieciocho tomos de Historia de
los judíos y a Misha, el acordeón. Por aquel entonces, la hermana de Lev, que llevaba sombra de
ojos azul, invitó a Misha a su habitación, puso Let it Be y le enseñó a besar.
7. EL CHICO DEL ACORDEÓN
Misha y yo nos escribimos veintiuna cartas en total. Fue dos años antes de que Jacob Marcus
escribiera a mi madre para pedirle que tradujera La Historia del Amor, cuando yo tenía doce. Las
cartas de Misha estaban llenas de signos de admiración y de preguntas tales como: «¿Qué
significa "eres un pardillo"?», y las mías, de preguntas sobre la vida en Rusia. Él me invitó a su
bar mitzvah.
Mi madre me peinó con trenzas, me prestó su chal rojo y me llevó a casa de Misha en
Brighton Beach. Pulsé el timbre y esperé a que bajara Misha. Mi madre me dijo adiós agitando
una mano por la ventanilla del coche. Yo tiritaba de frío. Salió un chico alto con pelusa oscura
sobre el labio superior.
—¿Alma? —preguntó.
Asentí.
—¡Bienvenida, amiga!
Yo agité la mano para despedirme de mi madre y lo seguí al interior de la casa. La escalera
olía a col agria. Arriba, el apartamento estaba lleno de gente que comía y hablaba a gritos en ruso.
En un rincón del comedor había un grupo musical y varias personas que trataban de bailar en muy
poco espacio. Misha estaba muy ocupado hablando con unos y otros y metiéndose sobres en el
bolsillo, y yo me quedé durante casi toda la fiesta sentada en un extremo del sofá con un plato de
gambas gigantes. Nunca como gambas, pero fue lo único que reconocí. Si alguien me dirigía la
palabra, tenía que explicarle que yo no hablaba ruso. Un viejo me ofreció vodka. Entonces Misha
salió de la cocina, se colgó el acordeón, que estaba conectado a un amplificador y rompió a
cantar.
—You say it's your birthday! —entonó. Me pareció que la gente estaba nerviosa—. Well it's
my birthday, too!—vociferó, y el acordeón despertó con un alarido.
Siguió Sgt Pepper's Lonely Heart's Club Band, que se fundió con Here Comes the Sun, y por
último, después de cinco o seis canciones, los Beatles atacaron la tradicional canción hebrea Hava
Nagila y la gente se volvió loca, cantando y tratando de bailar. Cuando al fin el grupo dejó de
tocar, Misha vino a buscarme, con la cara roja y sudorosa. Me agarró de la mano y yo lo seguí por
el pasillo y cinco tramos de escalera hasta la azotea. A lo lejos vi el mar, las luces de Coney
Island y, más allá, unas montañas rusas abandonadas. Empezaron a castañetearme los dientes, y
Misha se quitó la chaqueta y me la puso en los hombros. Estaba caliente y olía a sudor.
8.
Se lo contaba todo a Misha. La muerte de mi padre, lo sola que estaba mi madre, y la
inquebrantable fe en Dios de Bird. Le hablé de los tres tomos de Cómo Sobrevivir en la
Naturaleza, del editor inglés y su regata, de Henry Lavender y sus caracolas filipinas y del
veterinario Tucci. Le hablé del doctor Eldridge y de La Vida Tal como No la Conocemos y, más
adelante —dos años después de que empezáramos a escribirnos, siete años después de la muerte
de mi padre y tres mil novecientos millones de años después de que apareciera la vida en la
Tierra—, cuando llegó de Venecia la primera carta de Jacob Marcus, hablé a Misha de La
Historia del Amor. Sobre todo, nos escribíamos o hablábamos por teléfono, pero algún que otro
1 En lugar de «Se metió en una pelea y le aplastaron la cara contra la puerta del coche», cantaba «Tú eres
mi caballero de reluciente armadura». Y en lugar de «Eres un piojo pero eres tan mona», cantaba «Llévalo
a casa en un microbús». (N. de la T.)fin de semana nos veíamos. Me gustaba ir a Brighton Beach, porque la señora Shklovsky nos
daba cerezas confitadas en tazas de porcelana, y el señor Shklovsky, que tenía círculos oscuros de
sudor en los sobacos, me enseñaba a jurar en ruso. A veces alquilábamos películas, casi siempre
de espionaje o intriga. Nuestras favoritas eran La ventana indiscreta, Extraños en un tren y Con la
muerte en los talones, que habíamos visto diez veces. Cuando escribí a Jacob Marcus haciéndome
pasar por mi madre sólo se lo dije a Misha y le leí por teléfono el borrador final.
—¿Qué te parece? —pregunté.
—Me parece que tu culo es...
—Olvídalo —dije.
9. EL HOMBRE QUE BUSCABA UNA PIEDRA
Había pasado una semana desde que envié mi carta, o la carta de mi madre, o como quieras
llamarla. Pasó otra semana y empecé a preguntarme si a lo mejor Jacob Marcus no estaría fuera
del país, quién sabe si en El Cairo o en Tokio. A la tercera semana pensé que quizá había
descubierto la verdad. Cuatro días más y empecé a espiar la expresión de mi madre en busca de
señales de enojo. Ya estábamos a finales de julio. Pasó otro día y pensé que quizá tuviera que
escribir a Jacob Marcus para pedirle disculpas. Al día siguiente llegó su carta.
En el sobre, escrito con estilográfica, estaba el nombre de mi madre, Charlotte Singer.
Acababa de esconderme la carta dentro de los pantalones cortos cuando sonó el teléfono.
—¿Sí? —dije con impaciencia.
—¿Está el moshiach? —preguntó una voz de niño.
—¿Quién?
—El moshiach —dijo el niño, y al fondo oí risas ahogadas. Parecía la voz de Louis, que vivía
una calle más arriba y había sido amigo de Bird hasta que encontró otros amigos y dejó de
hablarle.
—Déjalo en paz —dije, y colgué deseando que se me hubiera ocurrido algo más fuerte.
Corrí al parque, que estaba a un bloque de distancia, con una mano en el costado para que no
resbalara la carta. Hacía calor y estaba sudando. Rasgué el sobre en Long Meadow, al lado de una
papelera. La primera página hablaba de lo mucho que a Jacob Marcus le habían gustado los
capítulos que mi madre le había enviado. Leí por encima hasta que, en la segunda página,
encontré la frase «Aún no he mencionado su carta». Y escribía:
Me halaga su curiosidad. Ojalá tuviera respuestas más interesantes para todas sus
preguntas. Debo decir que ahora paso mucho tiempo sentado, mirando por la ventana. Me
gustaba viajar. Pero el viaje a Venecia fue más fatigoso de lo que imaginaba, y dudo que
vuelva a marcharme. Mi vida, por razones que escapan a mi control, ha quedado reducida a
los elementos más simples. Por ejemplo, encima de la mesa tengo una piedra. Un trozo de
granito gris oscuro dividido por la mitad por una veta blanca. Encontrarla me ha llevado
casi toda la mañana. He descartado muchas piedras hasta dar con ella. No he salido de casa
con una idea clara de qué piedra quería. Pensaba que cuando la encontrara la reconocería.
Mientras buscaba, iba pensando en los requisitos. Debía encajar en la palma de la mano, ser
suave al tacto, preferiblemente de color gris, etcétera. Ésta ha sido mi mañana. He pasado
las últimas horas recuperándome.
No siempre he sido así. Para mí, el día en que no había producido cierta cantidad de
trabajo no tenía valor. Reparar en que el jardinero cojeaba, en que había hielo en el lago, en
los largos y solemnes paseos que daba el hijo de mi vecina que, por lo visto, no tiene
amigos, me resultaba superfluo. Pero ahora es distinto.
Me pregunta si estoy casado. Lo estuve, pero hace mucho tiempo, y fuimos lo bastante
listos o lo bastante estúpidos como para no tener hijos. Éramos muy jóvenes cuando nos
conocimos, antes de saber lo que era el desengaño y, cuando lo descubrimos, nos dimos
cuenta de que estábamos constantemente recordándonoslo el uno al otro. Supongo que
también de mí podría usted decir que llevo un pequeño astronauta ruso en la solapa. Ahora
vivo solo, lo que no me molesta. O quizá sí, un poco. Pero tendría que ser extraordinaria la
mujer que quisiera acompañarme ahora que apenas puedo llegar hasta la puerta del jardín