conmovido; pero describirla —nombrarla siquiera— debía de ser como tratar de apresar
algo invisible.
(También es posible que el sentimiento más antiguo del mundo fuera, sencillamente, la
confusión.)
Una vez la gente empezó a sentir, creció el deseo de sentir. Todos querían sentir más y
más profundamente, aunque doliera. La gente se hizo adicta al sentimiento. Peleaba por
descubrir sentimientos nuevos. Es posible que así naciera el arte. Se creaban nuevas clases
de alegría al tiempo que nuevas clases de tristeza. La eterna decepción de lo que es la vida;
el alivio de un respiro inesperado; el miedo a la muerte.
Ni siquiera hoy en día existen todos los sentimientos posibles. Faltan todavía los que
están más allá de nuestra capacidad y nuestra imaginación. Muy de tarde en tarde, cuando
aparece una música como nadie había compuesto, un cuadro como nadie había pintado o
alguna otra cosa imposible de predecir, entender ni describir, irrumpe en el mundo un
sentimiento nuevo. Y entonces, por millonésima vez en la historia del sentimiento, el
corazón se eleva y absorbe el impacto.
Todos los capítulos eran por el estilo, y ninguno me dijo por qué este libro era tan importante
para Jacob Marcus. Pero sí me hicieron pensar en mi padre. En lo mucho que debía de significar
para él La historia del amor como para que lo regalara a mi madre a las dos semanas de
conocerla, aun sabiendo que entonces ella no entendía el español. ¿Por qué? Pues porque estaba
enamorándose de ella, claro.
Entonces me vino a la cabeza una idea. ¿Y si mi padre había escrito algo en el ejemplar de La
historia del amor que regaló a mi madre? No se me había ocurrido mirar.
Me levanté de la cama y subí al estudio. No había nadie. El libro estaba al lado del ordenador.
Lo abrí por la portada. En una letra que no reconocíase leía: «Para Charlotte, mi Alma. Éste es el
libro que yo hubiera escrito para ti si supiera escribir. Con mi amor, David.»
Volví a la cama y estuve pensando en estas veintiuna palabras durante largo rato.
Y luego me puse a pensar en ella, Alma. ¿Quién era aquella mujer? Mi madre diría que era
cada una de las muchachas y cada una de las mujeres a las que alguien había amado. Pero cuanto
más lo pensaba más me convencía de que también debía de ser alguien en particular. Porque,
¿cómo iba Litvinoff a escribir tantas cosas sobre el amor sin estar enamorado? De una persona
concreta. Y esa persona debía de llamarse...
Al pie de las nueve pistas anotadas añadí otra:
10. Alma
14. DONDE NACE EL SENTIMIENTO
Bajé corriendo a la cocina pero la encontré desierta. Por la ventana vi a mi madre en el jardín
de atrás, que estaba descuidado y lleno de maleza. Empujé la puerta mosquitera.
—Alma —dije conteniendo la respiración.
—¿Hum? —hizo mi madre. Sostenía un azadón en la mano.
Yo no tenía tiempo para pararme a pensar qué hacía con un azadón, si era mi padre y no ella
quien cuidaba del jardín. Y a las nueve y media de la noche.
—¿Cuál era su apellido? —pregunté.
—¿De qué hablas? —dijo mi madre.
—Alma —dije con impaciencia—, la muchacha del libro. ¿Qué apellido tenía?
Mi madre se enjugó el sudor de la frente, ensuciándosela de tierra.
—Ahora que lo dices, en un capítulo se menciona. Pero es muy raro, porque todos los otros
nombres son españoles mientras que ella se apellida... —Frunció el entrecejo.
—¿Cómo? ¿Cómo se apellida? —pregunté ansiosamente.
—Mereminski —dijo mi madre.
—Mereminski —repetí. —M-e-r-e-m-i-n-s-k-i. Mereminski. Polaco. Es uno de los pocos indicios que da Litvinoff
acerca de su origen.
Fui corriendo a mi cuarto, me metí en la cama, encendí la linterna y abrí el tercer tomo de
Cómo sobrevivir en la naturaleza. Al lado de «Alma» escribí «Mereminski».
Al día siguiente empecé a buscarla.
Ella asintió.