Las páginas que yo había escrito hacía tanto se me escurrieron de las manos y se esparcieron
por el suelo. Yo pensaba: ¿Quién? ¿Y cómo? Yo pensaba: Después de todos estos... ¿qué? Años.
Me hundí en el recuerdo. La noche pasó envuelta en niebla. Por la mañana aún estaba
aturdido. Ya era mediodía cuando pude empezar a moverme. Me arrodillé en la harina. Recogí las
hojas, una a una. La diez me hizo un corte en un dedo. La veintidós me provocó un calambre en
los riñones. La cuatro, un espasmo en el corazón.
Me vino a la cabeza una frase que era como una broma cruel. «Palabras que hieren.» Y sin
embargo. Yo asía con fuerza los papeles, temiendo que mi cabeza estuviera jugándome una mala
pasada, que al mirarlos viera que estaban en blanco.
Me encaminé a la cocina. En la mesa estaba el pastel cóncavo. Señoras y señores. Hoy nos
hemos reunido para celebrar los misterios de la vida. ¿Qué? No; no está permitido tirar piedras.
Sólo flores. O dinero.
Limpié la silla de cáscaras de huevo y azúcar y me senté. En la ventana, mi fiel paloma
arrullaba y agitaba las alas golpeando el cristal. Quizá hubiera debido ponerle nombre. Por qué
no, me he esforzado en dar nombre a muchas cosas mucho menos reales. Busqué un nombre que
me gustara pronunciar. Miré alrededor y vi el menú del chino. Hace años que no lo cambian.
«Famosa y humana cocina cantonesa y de Sechuán del señor Tong.» Di unos golpecitos en el
cristal. La paloma levantó el vuelo. Adiós, señor Tong.
Estuve casi media tarde intentando leer. Los recuerdos venían en tropel. Se me empañaban los
ojos. No podía fijar la vista. Pensaba: Veo visiones. Eché la silla hacia atrás y me levanté.
Pensaba: Mazel tov, Gursky, al fin has perdido del todo la cabeza. Regué la planta. Pero, para
poder perderla, hay que haberla tenido. ¿Eh? Así que ahora te paras en esos detalles. ¡La tenía, no
la tenía! ¡Pero qué dices, hombre! Si perder es tu especialidad. Tú has sido campeón de
perdedores. Y sin embargo. ¿Dónde está la prueba de que llegaras a tenerla a ella? ¿Qué prueba
posees de que fuera tuya?
Llené el fregadero de agua con jabón y lavé los cacharros. Y con cada cazo, cada sartén y cada
cuchara que recogía, apartaba también un pensamiento que no podía soportar, hasta que, gracias a
esta organización paralela, mi cocina y mi cabeza recuperaron el orden. Y sin embargo.
Shlomo Wasserman se llamaba ahora Ignacio da Silva. El personaje al que yo puse el nombre
de Duddelsach había pasado a ser un tal Rodríguez. Feingold era De Biedma. El pueblo llamado
Slonim se había convertido en Buenos Aires y una ciudad cuyo nombre nunca había oído ocupaba
el lugar de Minsk. Casi era gracioso. Pero. Yo no me reía.
Miré la letra del sobre. No había nota adjunta. Puedes creerme, lo comprobé cinco o seis
veces. Sin remitente. Habría preguntado a Bruno, de haber creído que él podía decirme algo. Si
llega un paquete, el portero lo deja en la mesa de la entrada. Bruno debió de verlo y me lo subió.
Es un gran acontecimiento que uno de nosotros reciba algo que no cabe en el buzón. La última
vez fue hace dos años, si mal no recuerdo. Bruno había pedido un collar con tachas para perro.
Quizá deba aclarar que, poco tiempo atrás, Bruno había llegado a casa con una perrita. Era
pequeña, caliente, algo a lo que podías querer. Le puso Bibi. «¡Ven, Bibi, ven!», lo oía llamarla.
Pero. Bibi no iba. Un día la llevó al pipicán. «¡Vamos, chico!», gritó alguien en español, y Bibi
echó a correr hacia el puertorriqueño. «¡Bibi! ¡Bibi!», gritaba Bruno, pero era inútil. Entonces
cambió de táctica. «¡Vamos, Bibi!», gritó con todas sus fuerzas. Y, ¡prodigio!, Bibi acudió
corriendo. La perra se pasaba la noche ladrando y se cagaba por todas partes, pero él la quería.
Un día Bruno la llevó al pipicán. Ella jugaba, cagaba y olfateaba y Bruno la contemplaba con
orgullo. Alguien abrió el portillo para que entrara un setter irlandés. Bibi levantó la cabeza. Antesde que Bruno pudiera darse cuenta, ella ya había salido por el portillo como una exhalación y
desaparecía calle abajo. Él trató de perseguirla. ¡Corre!, se ordenó. El recuerdo de la velocidad
circuló por todo su organismo, pero su cuerpo se rebeló. A las primeras zancadas, las piernas
tropezaron y se doblaron. «¡Vamos, Bibi!», gritaba Bruno. Y sin embargo. No venía nadie. En su
momento de mayor necesidad... se desmoronó en la acera mientras Bibi lo traicionaba obrando
como lo que era: un animal. Yo estaba tecleando en la máquina de escribir. Él llegó devastado.
Aquella tarde fuimos los dos al pipicán a esperarla. «Ya verás cómo vuelve», le decía yo. Pero.
No volvió. De eso hace dos años, él aún va a esperarla.
Yo trataba de encontrar una explicación. Ahora que lo pienso, es lo que he hecho siempre.
Podría ser mi epitafio. «Leo Gursky: buscaba una explicación.»
Llegó la noche, y yo seguía perdido. No había comido en todo el día. Llamé al señor Tong, el
chino, no la paloma. Veinte minutos después, estaba a solas con mis rollos de primavera. Puse la
radio. Pedían suscripciones. A cambio, te regalaban un desatascador con el anagrama de la radio
pública de Nueva York.
Hay cosas que me resulta difícil describir. Y sin embargo, insisto con la terquedad de una
mula. Un día Bruno bajó y me encontró sentado a la mesa de la cocina, delante de la máquina de
escribir. «¿Ya estás otra vez con eso?» Tenía el aro de los auriculares un poco echado hacia atrás,
como una aureola. Yo hice crujir los nudillos al vapor de mi taza de té. «Todo un Vladimir
Horowitz», comentó mientras iba hacia el frigorífico. Se agachó, revolviendo en busca de lo que
necesitara. Yo puse otra hoja en la máquina. Él se volvió, con un bigote de leche, dejando abierta
la puerta del frigorífico. «Siga tocando, maestro», dijo, se ajustó los auriculares y fue hacia la
puerta arrastrando los pies. Encendió la lámpara al pasar por mi lado. Yo miraba cómo oscilaba la
cadena del interruptor mientras oía la voz de Molly Bloom que le atronaba en los oídos: «Nada
como un beso largo y cálido que te entra hasta el alma y casi te paraliza», porque ahora Bruno
sólo la escucha a ella, y está gastando la cinta.
Leo una y otra vez las páginas del libro que escribí cuando era joven. Hace ya tanto tiempo...
Yo era ingenuo. Veintiún años y enamorado. Un corazón desbordante y una cabeza exaltada.
¡Creía que podía hacerlo todo! Por extraño que eso pueda parecer hoy, que ya no soy capaz de
hacer nada.
Yo pensaba: ¿Cómo ha podido conservarse hasta ahora? Que yo supiera, el único ejemplar se
había perdido en una inundación. Aparte de los pasajes que copiaba en las cartas que escribía a la
muchacha de la que estaba enamorado, cuando ella se fue a América. No podía resistir la
tentación de enviarle mis mejores páginas. Pero fueron sólo unos cuantos fragmentos. ¡Y en mis
manos tenía ahora casi todo el libro! ¡En inglés! ¡Con nombres españoles! Era alucinante.
Hice shiva por Isaac y, mientras velaba, trataba de comprender. Solo en el apartamento, con
las hojas en el regazo. Llegó la noche, y el día, y la noche, y el día. Yo me dormía y me
despertaba. Pero. No conseguía resolver el misterio. La historia de mi vida: yo era cerrajero.
Podía abrir cualquier puerta de la ciudad. Y sin embargo no podía penetrar donde yo quería.
Decidí hacer una lista de todas las personas que me constaba que aún estaban vivas, para no
olvidarme de nadie. Busqué papel y bolígrafo. Me senté, alisé la hoja y apoyé en ella la punta del
bolígrafo. Pero. Tenía la mente en blanco.
Lo que escribí fue: «Preguntas para el remitente.» Lo subrayé dos veces y continué:
1. ¿Quién es usted?
2. ¿Dónde ha encontrado esto?
3. ¿Cómo ha podido conservarse?
4. ¿Por qué está en inglés?
5. ¿Quién más lo ha leído?
6. ¿Les gustó?
7. ¿El número de lectores es superior o inferior a...?
Me paré a reflexionar. ¿Podía haber un número que no me causara decepción?
Miré por la ventana. Al otro lado de la calle un árbol se agitaba al viento. Era por la tarde, los
niños gritaban. Me gusta escuchar sus canciones. «¡Éste es el juego! ¡De la concentración!»,
cantan las niñas dando palmadas. «¡No vale repetir! ¡Ni vacilar! Empezamos por...» Yo espero,on el oído atento. «¡Animales!», gritan. ¡Animales!, pienso. «¡Caballo!», dice una. «¡Mono!»,
dice la otra. Se van turnando. «¡Vaca!», grita la primera. «¡Tigre!», responde la segunda, porque
un segundo de vacilación rompe el ritmo y termina el juego. «¡Pony! ¡Canguro! ¡Ratón! ¡León!
¡Jirafa!» Una de las niñas duda. «¡Yak!», grito yo.
Miré mi página de preguntas. ¿Cuántas cosas habían tenido que ocurrir para que un libro que
yo escribí hace sesenta años llegara a mi buzón en otro idioma?
De pronto me asaltó un pensamiento. Me vino a la cabeza en yidis, y procuraré parafrasearlo,
fue algo del estilo de: «¿Podría ser que yo fuera famoso sin saberlo?» Estaba aturdido. Bebí un
vaso de agua fría y tomé una aspirina. No seas idiota, me dije. Y sin embargo.
Agarré la gabardina. Las primeras gotas de lluvia golpeaban el cristal, así que me puse los
chanclos. Bruno los llama «gomas». Muy propio de él. En la calle rugía un vendaval. Me peleaba
con el paraguas. Tres veces se me volvió del revés. Yo no cedía. El viento me lanzó contra la
pared una vez. Me levantó del suelo dos veces.
Llegué a la biblioteca con la cara azotada por la lluvia. El agua me chorreaba por la nariz. El
paraguas traidor estaba destrozado y lo abandoné en el paragüero. Fui hacia el mostrador.
Carrerita, parada, jadeo, subir pantalón, paso, tambaleo, paso, tambaleo, etcétera. La silla de la
bibliotecaria estaba vacía. Di una vuelta rápida —es un decir— por la sala de lectura. Por fin la
encontré. Devolvía libros a las estanterías. Me costaba trabajo dominarme.
—¡Quiero todo lo que tengan del escritor Leo Gursky! —grité.
La mujer se volvió a mirarme. Y los demás también.
—¿Disculpe?
—Todo lo que tengan del escritor Leo Gursky —repetí.
—Ahora estoy con esto. Tendrá que esperar un minuto.
Esperé un minuto.
—Leo Gursky —dije—. G-u-r...
Ella empujó el carrito unos pasos.
—Ya sé cómo se escribe.
La seguí hasta el ordenador. Ella introdujo mi nombre. El corazón me galopaba. Puedo ser
viejo. Pero. El corazón aún puede acelerar.
—Hay un libro de un tal Leonard Gursky que trata de corridas de toros.
—Ése no —dije—. ¿No hay nada de Leopold?
—Leopold, Leopold. Aquí está —dijo.
Me agarré al objeto estable que tenía más cerca. Un redoble de tambor, por favor:
—Las increíbles y fantásticas aventuras de Frankie la desdentada prodigiosa —leyó ella con
una amplia sonrisa.
Tuve que reprimir el impulso de darle con un chanclo en la cabeza. La mujer se alejó hacia la
sección infantil. Y no hice nada por detenerla. Lo que hice fue morir un poco. Me sentó a una
mesa con el libro.
—Que lo disfrute —dijo la mujer.
Bruno me dijo una vez que si un día yo compraba una paloma, al salir a la calle se me
convertiría en tórtola; en el autobús, en loro, y al llegar a casa y sacarlo de la jaula, en un ave
fénix. «Así eres tú», añadió barriendo de la mesa con la mano unas migas inexistentes. Pasaron
unos minutos. «Yo no soy así», dije. Él se encogió de hombros y miró por la ventana. «¡Un ave
fénix, habrase visto! —dije—. Un pavo real, tal vez. Pero un fénix, ni hablar.» Él tenía la cara
vuelta hacia otro lado, pero aun así me pareció ver en sus labios un esbozo de sonrisa.
Pero ahora yo nada podía hacer para convertir en algo la nada que había encontrado la
bibliotecaria.
Durante los días que siguieron a mi ataque de corazón y antes de que empezara a escribir otra
vez, no fui capaz de pensar en nada que no fuera la muerte. Una vez más, me había salvado, pero
hasta que hubo pasado el peligro no me permití desenredar la madeja de mis pensamientos hasta
llegar al invisible final. Imaginaba las distintas maneras de las que podía acabar. Embolia
cerebral. Infarto. Trombosis. Pulmonía. Obstrucción de la vena cava. Me veía sacando espuma
por la boca y retorciéndome en el suelo. Por la noche, me despertaba con las manos en la
garganta. Y sin embargo. Por muchas veces que imaginara los posibles fallos de mis órganos, las
consecuencias me parecían inconcebibles. Que eso pudiera sucederme a mí. Trataba derepresentarme los últimos momentos. El penúltimo aliento. El postrer suspiro. Y sin embargo.
Siempre había otro después.
Recuerdo la primera vez que comprendí lo que era morir. Tenía nueve años. Mi tío, hermano
de mi padre, bendita sea su memoria, murió mientras dormía. Inexplicable. Un hombretón
vigoroso que comía como un caballo, que salía de casa con un frío glacial y partía bloques de
hielo con las manos. Muerto, kaputt. A mí me llamaba Leopo. A espaldas de mi tía, nos daba
terrones de azúcar a mí y a mis primos. Hacía unas imitaciones de Stalin para partirse de risa.
Mi tía lo encontró por la mañana. Ya estaba rígido. Hicieron falta tres hombres para
transportarlo a la khevra kadisha. Mi hermano y yo nos colamos en la sala para contemplar
aquella mole. Su cuerpo nos parecía más imponente muerto que en vida: el bosque de vello de sus
brazos, las uñas chatas y amarillentas, la gruesa piel de la planta de los pies. Parecía tan humano.
Y sin embargo. Horriblemente deshumanizado. Entré a llevar un vaso de té a mi padre. Estaba
velando el cuerpo, al que no se podía dejar solo ni un minuto. «He de ir al baño —me dijo—.
Espera aquí hasta que vuelva.» Salió rápidamente a hacer sus, necesidades, sin darme tiempo a
protestar y decirle que ni siquiera estaba confirmado. Los minutos que siguieron se me hicieron
horas. Mi tío estaba tendido en una losa de color crudo con vetas blancas. Hubo un momento en
que me pareció que hinchaba un poco el pecho y casi di un grito. Pero. No tenía miedo sólo de él.
Había algo más. En aquella fría habitación sentí mi propia muerte. En un rincón, junto a una
pared de baldosas agrietadas, había una pila. Por aquel desagüe se habían ido las uñas, los pelos y
las partículas de tierra desprendidas durante el lavado. El grifo goteaba y me parecía que, con
cada gota, se me escapaba la vida. Un día se agotaría. En aquel momento percibí la alegría de
estar vivo con tanta intensidad que tuve deseos de gritar. Nunca fui un niño religioso. Pero. De
pronto sentí la necesidad de pedir a Dios que me conservara la vida el mayor tiempo posible.
Cuando volvió mi padre, encontró a su hijo arrodillado en el suelo, con los párpados apretados y
los nudillos blancos.
Desde aquel día me angustiaba pensar que yo, mi madre o mi padre pudiéramos morir. Mi
madre era la que más me preocupaba. Ella era la fuerza que movía nuestro mundo. A diferencia
de mi padre, que se pasaba la vida en las nubes, mi madre era propulsada a través del universo por
la potencia de la razón. Ella era juez de todas nuestras discusiones. Bastaba un reproche suyo para
hacer que fuéramos a escondernos en un rincón, a llorar y fantasear sobre nuestra desgracia. Y sin
embargo. Un solo beso podía devolvernos a la gloria. Sin ella nuestras vidas se disolverían en el
caos.
El miedo a la muerte me persiguió durante un año. Lloraba si dejaban caer un vaso o rompían
un plato. Y luego me quedó un poso de tristeza que no acababa de disolverse. No era que hubiera
ocurrido algo nuevo. Era peor: había descubierto algo que ya estaba en mí sin que yo lo supiera.
Arrastraba esta nueva percepción como una piedra atada al tobillo. Me seguía a todas partes.
Mentalmente, solía componer canciones tristes. Cantaba a las hojas que caían de los árboles.
Imaginaba mi muerte de cien maneras diferentes, pero el funeral era siempre el mismo: desde
algún lugar de mi imaginación se extendía una alfombra roja. Porque, después de cada una de mis
muertes secretas, siempre se descubría mi grandeza.
Las cosas hubieran podido seguir así.
Una mañana en que había remoloneado durante el desayuno y después me había parado a
contemplar las gigantescas bragas de la señora Stanislawski tendidas a secar, llegué tarde al
colegio. Ya habían tocado la campana, pero una niña de mi clase estaba de rodillas en el patio
polvoriento. Llevaba el pelo recogido en una trenza en la espalda. Encerraba algo entre las manos.
Le pregunté qué era. «He cazado una mariposa nocturna», dijo sin mirarme. «¿Para qué quieres
una mariposa nocturna?», pregunté. «¡Pues vaya una pregunta!», dijo ella. Yo recapacité. «Una
mariposa diurna sería alguna cosa», dije. «No —dijo ella—, sería otra cosa.» «Deberías soltarla»,
dije. «Es una mariposa muy especial», dijo ella. «¿Cómo lo sabes?», pregunté. «Tengo la
impresión.» Yo le dije que ya había sonado la campana. «Pues entra. Nadie te lo impide», dijo
ella. «No entraré hasta que la sueltes.» «Pues tienes para rato», dijo ella.
Separó los pulgares y miró el interior. «Déjame verla», dije. Ella no contestó. «¿Me dejas
verla, por favor?» Me miró. Tenía unos ojos verdes y vivos. «Está bien. Pero ten cuidado.»
Levantó las manos a la altura de mi cara y separó los pulgares un centímetro. Su piel olía a jabón.
Sólo distinguí un trozo de ala marrón y tiré un poco de su pulgar, para ver mejor. Y sin embargo.