La historia de amor

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Ella debió de pensar que yo trataba de liberar la mariposa, porque juntó las manos bruscamente.  
Nos miramos horrorizados. Cuando volvió a abrir las manos, la mariposa dio un débil salto en la  
palma. Se le había desprendido un ala. Ella ahogó una exclamación. «No he sido yo», dije.  
Cuando la miré a los ojos vi que tenía lágrimas. Un sentimiento que yo no sabía que era ternura 
me oprimía el estómago. «Lo siento», susurré. En aquel momento deseé abrazarla, ahuyentar con  
un beso el recuerdo de la mariposa y el ala rota. Ella no dijo nada. Nos mirábamos a los ojos sin  
parpadear. 
Era como compartir una culpa secreta. Yo la veía todos los días en clase y nunca había sentido  
por ella algo especial. Hasta la encontraba mandona. Podía ser simpática. Pero. Era mala  
perdedora. Más de una vez, en las raras ocasiones en que yo conseguía contestar a una pregunta  
fácil de la maestra antes que ella, no me dirigía la palabra. «¡El rey de Inglaterra se llama Jorge!»,  
gritaba yo, y durante el resto del día tenía que soportar su silencio glacial. 
Pero ahora me pareció diferente. Descubrí sus poderes especiales. Cómo parecía atraer la luz y  
hacer que todo gravitara hacia ella. Por primera vez, vi que los dedos gordos de sus pies  
apuntaban un poco hacia dentro. Que tenía las rodillas sucias. Que el abrigo se ajustaba bien a sus  
hombros delgados. Como si mis ojos hubieran sido dotados de aumento, la veía ahora más  
cercana. El lunar que tenía en el labio, como una mancha de tinta. La valva rosada y translúcida  
de su oreja. La pelusa dorada de sus mejillas. Iba revelándose a mis ojos centímetro a centímetro.  
Casi me parecía que pronto podría distinguir las células de su piel como al microscopio, y me  
vino a la cabeza aquella idea que siempre me había preocupado, de que había heredado  
demasiadas cosas de mi padre. Pero fue sólo un momento porque, al mismo tiempo que reparaba  
en su cuerpo, empezaba a ser consciente del mío. La sensación casi me cortó la respiración. Un  
cosquilleo me recorría los nervios. Todo aquello no duró más de treinta segundos. Y sin embargo.  
Cuando terminó, yo había sido iniciado en el misterio que marca el principio del fin de la  
infancia. Tardaría años en agotar toda la alegría y el dolor que nacieron en mí en aquel medio  
minuto escaso. 
Sin una palabra, ella dejó caer la mariposa rota y entró corriendo en la escuela. La pesada  
puerta de hierro se cerró con un golpe sordo. 
«Alma.» 
Hacía mucho tiempo que no pronunciaba este nombre. 
Decidí hacer que ella me quisiera a toda costa. Pero. Sabía que no debía atacar de inmediato.  
Durante un par de semanas observé sus movimientos. La paciencia siempre fue una de mis  
virtudes. Una vez estuve escondido cuatro horas debajo del retrete exterior de la casa del rabino,  
para averiguar si realmente el famoso tzaddik de Baranowicze que había venido de visita cagaba  
como todo el mundo. La respuesta fue que sí. Movido por el entusiasmo que despertaron en mí 
los ordinarios milagros de la vida, salí de debajo del retrete lanzando gritos afirmativos. Ello me  
costó cinco palmetazos en los nudillos y permanecer arrodillado sobre mazorcas de maíz hasta  
que me sangraron las rodillas. Pero. Valió la pena. 
Yo me veía como un espía infiltrado en un mundo extraño: el mundo femenino. Con el  
pretexto de recabar información, robé del tendedero las enormes bragas de la señora Stanislawski.  
Me encerré en el retrete y las olí con fruición. Hundí la cara en la entrepierna. Me las puse en la  
cabeza. Las hice ondear al viento como la bandera de una nación nueva. Cuando mi madre abrió  
la puerta, me las estaba probando. Dentro hubieran cabido tres como yo. 
Con una mirada letal —y el humillante castigo de tener que llamar a la puerta de los  
Stanislawski para devolver la prenda—, mi madre puso fin a la parte general de mi investigación.  
Y sin embargo. Seguí adelante con la parte específica. Aquí la investigación era minuciosa.  
Averigüé que Alma era la más pequeña de cuatro hermanos y la predilecta del padre. Descubrí  
que su cumpleaños era el 21 de febrero (lo que la hacía cinco meses y veintiocho días mayor que  
yo), que le gustaban las cerezas amargas en almíbar —traídas de Rusia de contrabando— y que  
un día se había comido medio tarro a escondidas, y cuando su madre lo descubrió la obligó a  
comer el otro medio, pensando que le sentarían mal y las aborrecería para siempre. Pero no fue  
así. Se las comió todas y después dijo a una compañera de clase que hubiera comido más. Supe  
también que su padre quería que aprendiera a tocar el piano, pero que ella prefería el violín y que  
ninguno de los dos daba su brazo a torcer, y que el conflicto no se resolvió hasta que Alma  
consiguió un estuche de violín (que dijo haber encontrado tirado en la calle) con el que se paseaba



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En el texto hay: istorias

Editado: 05.07.2020

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