La historia de amor

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por delante de su padre y a veces hasta fingía tocar un violín invisible, y que ésta fue la gota que  
colmó el vaso, su padre claudicó y dispuso que uno de sus hijos, que estudiaba en el instituto de  
Vilna, trajera el violín, el cual llegó en un estuche de reluciente cuero negro forrado de terciopelo  
morado, y que todas las piezas que Alma aprendió a tocar, por melancólicas que fueran, teman el  
inconfundible tono de la victoria. Yo lo sabía porque la oía tocar, pegado a su ventana, esperando  
que se me revelara el secreto de su corazón, con la misma perseverancia con que había esperado  
la cagada del gran tzaddik. 
Pero. No se me revelaba. Un día ella apareció por la esquina de la casa y se encaró conmigo.  
«Hace una semana que te veo ahí un día sí y otro también, y en el colegio todos se han dado  
cuenta de que no haces más que mirarme. Si tienes algo que decir, ¿por qué no me lo dices a la  
cara, en vez de andar escondiéndote como un ladrón?» Yo estudié mis opciones. Podía salir  
corriendo y no volver más a la escuela, quizá incluso marcharme del país metiéndome de polizón  
en un barco que fuera a Australia. O podía jugármela y confesárselo todo. La decisión no admitía  
duda: iría a Australia. Abrí la boca para decirle adiós para siempre. Y sin embargo. Lo que dije  
fue: «Quiero saber si te casarás conmigo.» 
Ella se quedó impávida. Pero. En sus ojos había aquel brillo que tenían cuando sacaba el violín  
del estuche. Pasó un momento largo. Nos quedamos trabados en una mirada brutal. «Lo pensaré», 
dijo al fin, dio media vuelta y desapareció por la esquina de la casa. Oí cerrarse la puerta. Al cabo  
de un momento sonaron las primeras notas de Canciones que me enseñó mi madre de Dvorak. Y,  
aunque ella no había dicho sí, desde aquel momento comprendí que tenía alguna posibilidad. 
Aquí se acabaron mis cavilaciones sobre la muerte. No es que dejara de temerla.  
Sencillamente, dejé de pensar en ella. Si hubiera dispuesto de tiempo extra para algo que no fuera  
pensar en Alma, tal vez lo habría dedicado a pensar en la muerte. Pero la verdad es que aprendí a  
levantar un muro contra estos pensamientos. Cada cosa nueva que descubría del mundo era una  
piedra más para aquella pared, hasta que un día comprendí que me había exiliado de un lugar al  
que nunca podría regresar. Y sin embargo. Aquel muro también me protegía de la dolorosa  
clarividencia de la niñez. Ni siquiera durante aquellos años en que me escondía en bosques,  
árboles, agujeros y sótanos, sintiendo el aliento de la muerte en la nuca, pensaba en esta verdad:  
que tenía que morir. No fue hasta después del ataque al corazón, mientras empezaban a caer al fin 
las piedras del muro que me separaba de la niñez, cuando volví a sentir el miedo a la muerte. Y  
era tan horrible como siempre. 
Estaba inclinado sobre Las increíbles y fantásticas aventuras de Frankie la desdentada  
prodigiosa de un Leopold Gursky que no era yo. No lo abrí. Oía correr la lluvia por el canalón del  
tejado. 
Salí de la biblioteca. Mientras cruzaba la calle se me vino encima una soledad brutal. Me sentí  
apagado y vacío. Abandonado, desechado, olvidado. Me paré en la acera, una insignificancia, un  
nido de polvo. La gente pasaba por mi lado andando deprisa. Y cada una de aquellas personas era  
más feliz que yo. Volví a sentir la envidia de antaño. Hubiera dado cualquier cosa por ser uno de  
ellos. 
Conocí a una mujer. Se le había cerrado la puerta y se había quedado fuera con las llaves  
dentro, y la ayudé. Ella había encontrado una de las tarjetas que yo dejaba caer como migas de  
pan. Me llamó y acudí enseguida. Era el día de Acción de Gracias y no hacía falta decir que  
ninguno de los dos tenía adónde ir. La cerradura se abrió al contacto de mi mano. Quizá ella  
pensó que eso era señal de que yo poseía una especie de talento especial. Dentro, vestigios de olor 
a cebolla frita, un póster de Matisse, o quizá de Monet. ¡No! Modigliani. Ahora lo recuerdo,  
porque era un desnudo de mujer y, para halagarla, le pregunté: 
—¿Es usted? 
Hacía mucho tiempo que no estaba con una mujer. Las manos me olían a grasa y el sobaco a  
sudor. Ella me invitó a sentarme y preparó comida. Yo pedí que me excusara y fui al cuarto de  
baño a peinarme y tratar de asearme. Cuando salí ella estaba en ropa interior, a oscuras. Un rótulo  
de neón al otro lado de la calle le ponía un reflejo azulado en las piernas. Yo quería decirle que no  
importaba si ella prefería no verme la cara. 
Un par de meses después volvió a llamarme. Me pidió que le hiciera una copia de la llave. Me  
alegré por ella. De que ya no fuera a estar sola. No es que lo sintiera por mí. Pero me hubieragustado decirle: «Habría sido más fácil pedirle a él que encargara la copia en la ferretería.» Y sin  
embargo. Hice dos copias. Una se la di a ella y la otra me la guardé. Durante mucho tiempo la  
llevé en el bolsillo, sólo para hacerme la ilusión. 
Un día se me ocurrió que podía entrar en cualquier sitio. Nunca lo había pensado. Yo era  
inmigrante y tardé mucho tiempo en perder el miedo a ser deportado. Vivía con el temor  
permanente a cometer una infracción. Un día perdí seis trenes por no saber cómo sacar el billete.  
Otro en mi lugar hubiera subido sin él. Pero. No, un judío de Polonia teme ser expulsado sólo por  
olvidarse de tirar de la cadena del váter. Procuraba pasar inadvertido. Cerrando y abriendo  
puertas. En mi país, por forzar una cerradura sería un ladrón, mientras que aquí, en América, era  
un profesional. 
Con el tiempo fui tranquilizándome. De vez en cuando ponía en mi trabajo un toque de  
fantasía. Una media vuelta de remate que no servía de nada pero era una nota de sofisticación.  
Perdí la aprensión y adquirí sutileza. Grababa mis iniciales en cada cerradura que montaba. Una  
señal muy pequeña encima del ojo. Nadie la distinguía, pero eso era lo de menos. Me bastaba con  
saber que estaba allí. Tenía marcadas en un plano de la ciudad todas las cerraduras instaladas por  
mí. El plano había sido desdoblado y vuelto a doblar tantas veces que algunas calles estaban  
borradas por los pliegues. 
Una noche fui al cine. Antes de la película pasaron un documental sobre Houdini. Era un  
hombre que, sepultado bajo tierra, se quitaba una camisa de fuerza. Lo metían en un baúl que  
ataban con cadenas y sumergían en agua, y él salía al momento. La película lo mostraba  
entrenándose con un cronómetro. Practicaba y practicaba hasta que conseguía hacer el ejercicio  
en segundos. A partir de entonces me sentí más orgulloso de mi trabajo. Me llevaba a casa las  
cerraduras más complicadas y medía el tiempo que tardaba en abrirlas. Luego repetía la operación  
hasta que las abría en la mitad del tiempo. Y seguía entrenándome hasta que no sentía los dedos. 
Estaba echado en la cama, soñando con retos más y más difíciles cuando, de pronto, me vino  
la idea: si podía abrir la cerradura del apartamento de un desconocido, ¿por qué no la de la  
bollería de la esquina? ¿O la de la biblioteca pública? ¿O la de los almacenes Woolworth's?  
Hipotéticamente, ¿qué me impedía abrir la cerradura del... Carnegie Hall? 
Mientras dejaba volar el pensamiento, un hormigueo de emoción me recorrió el cuerpo. No  
haría más que entrar y salir. Y quizá dejar una pequeña firma. 
Estuve haciendo planes durante semanas. Vigilé el lugar. Planifiqué hasta el último detalle. En  
resumen, entré. A primera hora de la mañana, por la puerta trasera, en la calle Cincuenta y seis.  
Tardé 103 segundos. En casa, una cerradura igual me había llevado 48. Pero hacía frío y tenía los  
dedos torpes. 
Aquella noche tocaba el gran Arthur Rubinstein. En el escenario no había nada más que el  
piano, un gran Steinway negro y reluciente. Salí de detrás del telón. Apenas distinguía las  
interminables filas de butacas al tenue resplandor de los rótulos de las salidas. Me senté en la  
banqueta y pisé un pedal con la punta del zapato. No me atreví a poner un dedo en el teclado. 
Cuando levanté la mirada, ella estaba allí de pie, la vi claramente, a menos de dos metros: una  
muchacha de quince años, con el pelo recogido en una trenza. Levantó el violín, el que su  
hermano le había traído de Vilna, y apoyó en él la barbilla. Traté de pronunciar su nombre. Pero.  
Se me quedó en la garganta. Además, sabía que ella no podía oírme. Levantó el arco. Oí las  
primeras notas de la pieza de Dvorák. Ella tenía los ojos cerrados. La música brotaba de sus  
dedos. La tocó impecablemente, como nunca en su vida. 
Cuando se apagó la última nota, ella había desaparecido. Mis aplausos resonaron en el  
auditorio desierto. Dejé de aplaudir y el silencio me atronó los oídos. Lancé una última mirada a  
la sala vacía y salí por donde había entrado. 
No volví a hacerlo. Me había demostrado a mí mismo de lo que era capaz, y eso bastaba. De  
vez en cuando, al pasar por delante de la puerta de cierto club privado, pensaba: Shalom, mierdas,  
aquí va un judío al que no podéis cerrar la puerta. Pero, después de aquella noche, no volví a  
tentar la suerte. Si me encerraban en la cárcel, descubrirían la verdad: yo no soy Houdini. Y sin  
embargo. En mi soledad me reconforta pensar que las puertas del mundo, por cerradas que estén,  
no son infranqueables para mí. 
Éste era el consuelo que yo buscaba a tientas bajo la lluvia, frente a la biblioteca, mientras los  
desconocidos pasaban rápidamente por mi lado. Al fin y al cabo, ¿no era ésta la verdadera razónpor la que mi primo me había enseñado el oficio? Él sabía que yo no podría permanecer invisible  
para siempre. «Tú enséñame un judío que sea capaz de sobrevivir —me dijo un día mientras yo  
observaba cómo una cerradura cedía entre sus manos— y yo te enseñaré lo que es un mago.» De  
pie en medio de la calle, yo dejaba que la lluvia me resbalara por la nuca. Cerré los ojos. Una  
puerta, y otra, y otra, y otra, y otra y otra se abrieron. 
Después de la visita a la biblioteca, después del fiasco de Las increíbles y fantásticas  
aventuras de Frankie la desdentada prodigiosa me fui a casa. Me quité la gabardina y la colgué  
para que se secara. Puse agua a calentar. A mi espalda, alguien carraspeó. Di un respingo. Pero  
sólo era Bruno, que estaba sentado a oscuras. 
—¿Qué haces, quieres que me dé un soponcio? —chillé encendiendo la luz. Las hojas del  
libro que yo había escrito cuando era un muchacho estaban esparcidas por el suelo—. Oh, no — 
dije—. No es lo que tú... 
No me dio oportunidad. 
—No está mal —dijo—. Pero no es como la hubiera descrito yo. Claro que no me atañe, es  
asunto tuyo. 
—Mira... 
—No tienes que darme explicaciones. Es un buen libro. Me gusta el lenguaje. Dejando aparte  
los pequeños pasajes robados... es muy imaginativo. Hablando en términos puramente literarios... 
Tardé en darme cuenta, pero entonces lo noté: Bruno me hablaba en yidis. 
—... en términos puramente literarios, ¿qué es lo que podría no gustarme? Siempre me había  
preguntado en qué estabas trabajando. Ahora, al cabo de todos estos años, lo he descubierto. 
—Y también yo me preguntaba en qué trabajabas tú —dije, recordando una vida anterior en la  
que los dos teníamos veinte años y queríamos ser escritores. 
Él se encogió de hombros como sólo Bruno sabe. 
—En lo mismo que tú. 
—¿Lo mismo? ¿Un libro sobre ella? 
—Un libro sobre ella —confirmó Bruno. Volvió la cara hacia la ventana. Entonces vi en su  
regazo la foto en que ella y yo estamos delante del árbol que tenía en el tronco nuestras iniciales,  
A + L. Ella no llegó a saber que yo las había grabado. Casi no se ven. Pero. Están. Él añadió—:  
Ella sabía guardar secretos. 
Entonces me vino a la memoria. Aquella tarde, sesenta años atrás, en la que yo salí llorando de  
casa de ella y lo vi apoyado en el tronco de un árbol, con un cuaderno en la mano, aguardando a  
que yo me fuera para entrar. Unos meses antes éramos grandes amigos. Por las noches nos  
quedábamos hasta las tantas fumando y hablando de libros con un par de chicos más. Y sin  
embargo. La tarde en que lo vi allí ya no éramos amigos. Ni siquiera nos hablábamos. Pasé por su  
lado como si no lo hubiera visto. 
—Sólo una pregunta —dijo Bruno ahora, sesenta años después—. Siempre he querido saber  
una cosa. 
—¿Qué? 
Él tosió. Luego me miró. 
—¿Te dijo ella que escribías mejor que yo? 
—No —mentí. Y entonces le dije la verdad—. No era necesario que alguien me lo dijera. 
Se hizo un largo silencio. 
—Es extraño. Siempre había pensado... —No terminó. 
—¿Qué? —pregunté. 
—Pensaba que tú y yo competíamos por algo más que su amor. 
Ahora me tocó a mí mirar por la ventana. 
—¿Qué puede ser más que su amor? —pregunté. 
Nos quedamos en silencio. 
—Te he mentido —dijo Bruno—. Tengo otra pregunta. 
—¿Cuál? 
—¿Por qué te quedas ahí como un idiota? 
—¿Qué quieres decir? 
—Tu libro —dijo.



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En el texto hay: istorias

Editado: 05.07.2020

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