La historia de amor

.

Estaba sentada en el váter con el bloc en las rodillas. Tenía al lado del tobillo la papelera y  
dentro había una bola de papel. La saqué y leí: «¿Perro, Frances? ¿Perro? Tus palabras hacen  
daño. Pero imagino que eso pretendías. Yo no estoy enamorado de Flo, como tú dices. Hace años  
que somos colegas y da la casualidad de que es una persona a la que le interesan las mismas cosas  
que a mí. El arte, Fran, ¿recuerdas?, el arte que, seamos sinceros, a ti a estas alturas te importa un  
jodido pimiento. Te dedicas con tanto empeño al deporte de criticarme que no te das cuenta de  
cómo has cambiado, de lo poco que te pareces a la muchacha que yo...» Aquí se interrumpía la  
carta. Volví a arrugarla cuidadosamente y la eché a la papelera. Cerré los ojos apretando los  
párpados. Pensé que quizá el tío Julian aún tardara en terminar su trabajo de documentación sobre  
Alberto Giacometti. 
14. ENTONCES TUVE UNA IDEA 
En algún sitio tiene que haber un registro de todas las muertes, nacimientos y defunciones: en  
la ciudad tiene que haber un sitio, una oficina, un departamento en el que lleven un control. Tiene  
que haber archivos. Archivos y más archivos de las personas que han nacido y han muerto en  
Nueva York. A veces, circulando por la autovía de Brooklyn a Queens después de la puesta del  
sol, con un cielo anaranjado e incandescente, mientras se encienden las luces de los rascacielos, al  
divisar esos miles de lápidas, se tiene la extraña impresión de que toda la fuerza eléctrica de la  
ciudad es generada por los que están enterrados en aquel lugar. 
Así pues, pensé: Quizá allí tengan información. 
15. EL DÍA SIGUIENTE ERA DOMINGO 
Llovía y me quedé en casa, leyendo La calle de los cocodrilos, que había sacado de la  
biblioteca pública, y preguntándome si Misha me llamaría. Comprendí que tenía una buena pista  
cuando leí en la introducción que el autor había nacido en un pueblo de Polonia. Pensé: O Jacob  
Marcus tiene preferencia por los escritores polacos o quería darme una pista. Es decir, a mi  
madre. 
No era un libro largo y lo terminé aquella misma tarde. A las cinco, Bird llegó a casa  
chorreando. 
—Ya ha empezado —dijo pasando la mano por la mezuzah de la puerta de la cocina y  
besándose la yema de los dedos. 
—¿Qué ha empezado? —pregunté. 
—La lluvia. 
—Han dicho que mañana dejará de llover —dije. 
Él se sirvió un vaso de zumo de naranja, bebió y salió, besando un total de cuatro mezuzahs 
hasta llegar a su cuarto. 
El tío Julian regresó del museo. 
—¿Has visto el club que construye Bird? —preguntó mientras cogía un plátano de la  
encimera; se puso a pelarlo sobre el cubo de la basura—. ¿No te parece impresionante? 
Pero el lunes no dejó de llover y Misha no llamó, de modo que me puse el impermeable,  
agarré un paraguas y me dirigí al Archivo Municipal de la Ciudad de Nueva York, que, según  
Internet, es donde están anotados todos los nacimientos y las defunciones. 
16. CALLE CHAMBERS, 31, DESPACHO 103 
—Mereminski —dije al hombre de las gafas oscuras y redondas que estaba detrás del  
mostrador—. M-e-r-e-m-i-n-s-k-i. 
—M-e-r... —dijo el hombre, anotando. 
—... e-m-i-n-s-k-i —dije yo. 
—... i-s-k-i. 
—No —dije—. M-e-r... 
—M-e-r —repitió él. 
—... e-m-i-n —dije yo, y él dijo:—... e-y-n. 
—¡No! —dije—. E-m-i-n. 
Él me miró inexpresivamente y entonces le pregunté: 
—¿Quiere que se lo escriba? 
El hombre miró el nombre y me preguntó si Alma M-e-r-e-m-i-n-s-k-i era mi abuela o mi  
bisabuela. 
—Sí —le dije, pensando que esto podía abreviar el proceso. 
—¿Cuál? 
—Bisabuela. 
Él me miró mordiéndose un padrastro, fue al fondo de la habitación y volvió con una caja de  
microfilmes. Al insertar el primero, se me atascó la máquina. Traté de llamar la atención del  
hombre agitando la mano y señalando el lío de película. Él vino, suspiró y la hizo correr. Al tercer  
rollo ya dominaba la técnica. Pasé los quince rollos de la caja. No apareció ninguna Alma  
Mereminski. El hombre me trajo otra caja y después otra. Tuve que ir al baño y al salir saqué de  
la máquina un paquete de frutos secos y una coca-cola. El hombre vino y sacó una tableta de  
chocolate. Para entablar conversación le dije: 
—¿Sabe algo de recursos para sobrevivir en plena naturaleza? Él arrugó la nariz y se ajustó las  
gafas. 
—¿A qué te refieres? 
—Por ejemplo, ¿sabe que casi toda la vegetación ártica es comestible? Exceptuando ciertos  
hongos, claro. —Él alzó las cejas y yo proseguí—: Y, ¿sabe?, uno también puede morirse de  
hambre si sólo come conejo. Se ha demostrado que personas que trataban de sobrevivir murieron  
por comer demasiado conejo. Si se come mucha carne muy magra como la de conejo, puede dar...  
Bueno, uno se puede morir. 
El hombre tiró el resto de su tableta de chocolate. 
Cuando volvimos a la sala, él sacó la cuarta caja. Dos horas después, me escocían los ojos y  
no había encontrado nada. 
—¿Es posible que muriera después de mil novecientos cuarenta y ocho? —preguntó el  
hombre, visiblemente nervioso. Le respondí que era posible—. ¡Por qué no me lo has dicho! En  
tal caso, el certificado de defunción no estará aquí. 
—¿Dónde estará entonces? 
—En el Departamento de Sanidad, división Registro de Defunciones —dijo—. Calle Worth,  
ciento veinticinco, despacho ciento treinta y tres. Allí están consignadas todas las muertes  
ocurridas después del cuarenta y ocho. 
De fábula, pensé. 
17. LA PEOR EQUIVOCACIÓN QUE COMETIÓ MI MADRE 
Al llegar a casa encontré a mi madre acurrucada en el sofá leyendo un libro. 
—¿Qué lees? —pregunté. 
—Cervantes. 
—¿Cervantes? 
—El más famoso escritor español —dijo ella volviendo la hoja. 
Miré el techo. A veces me pregunto por qué no se casaría con un escritor famoso en lugar de  
un ingeniero amante de la naturaleza. Entonces no habría ocurrido nada de esto. Ahora, en este  
preciso instante, probablemente estaría cenando con su marido escritor famoso, debatiendo sobre  
los pros y los contras de otros escritores famosos, para tomar la difícil decisión de cuál de ellos  
era merecedor de un Nobel póstumo. 
Aquella noche marqué el número de Misha, pero colgué después de la primera señal. 
18. LLEGÓ EL MARTES 
Aún llovía. Al ir hacia el metro, pasé por el solar en que Bird había montado una especie de  
carpa, con bolsas de basura y cuerdas, sobre su montaña de trastos, que ya tenía casi dos metros  
de altura. En lo alto de la mole se erguía un mástil que quizá esperaba una bandera.



#21633 en Otros
#2812 en Aventura
#1571 en Novela histórica

En el texto hay: istorias

Editado: 05.07.2020

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.