—¿Qué dice ahí?
Estábamos bajo las estrellas en la estación Grand Central, o eso se suponía, ya que antes
podría tocarme las orejas con los pies que echar la cabeza atrás para ver lo que hay encima de mí.
—¿Qué dice ahí? —repitió Bruno dándome un codazo en las costillas mientras yo levantaba la
barbilla un grado más hacia el tablero de salidas. El labio superior se me despegó del inferior,
para librarse del peso de la mandíbula—. Date prisa —me apremió.
—Calma, hombre —le dije, pero como tenía la boca abierta sonó: «Cal'ambre.» Casi no veía
los números—. Nueve cuarenta y cinco —dije, pero sonó «ueve renticinco».
—¿Y qué hora es ahora? —inquirió Bruno.
Poco a poco, bajé la mirada al reloj.
—Las nueve cuarenta y tres.
Echamos a correr. Mejor dicho, a movernos como se mueven dos personas que tienen todas
las articulaciones deterioradas y quieren tomar un tren que está a punto de partir. Yo iba en
cabeza, pero Bruno me pisaba los talones. Entonces Bruno, que para ganar velocidad había
descubierto una manera de mover los codos que yo no sabría describir, me adelantó y, durante un
momento, le fui a la zaga mientras él —es un decir— cortaba el viento. Yo me había concentrado
en su nuca cuando, de pronto, desapareció de mi vista. Miré hacia atrás y lo vi en el suelo: había
perdido un zapato.
—¡Sigue! —me gritó. Yo me detuve, sin saber qué hacer—. ¡¡Sigue!! —gritó otra vez.
De modo que seguí, y al poco vi que él había tomado un atajo y corría otra vez delante de mí,
con el zapato en la mano.
«Vía 22, el tren va a efectuar su salida.»
Bruno se precipitó escaleras abajo hacia el andén. Yo lo seguía. Ya era casi seguro que
llegábamos a tiempo. Y sin embargo. Con un inesperado cambio de planes, en el momento de
subir al tren mi amigo se paró en seco. Yo no pude frenar y entré en tromba en el vagón. Las
puertas se cerraron a mi espalda. Él me sonrió a través del cristal. Yo golpeé la puerta con el
puño. «¡Maldita sea, Bruno!» Él agitó una mano. Sabía que solo yo no iría. Y sin embargo. Sabía
que necesitaba ir. Solo. El tren arrancó. Él movió los labios. Yo traté de leer en ellos. «Buena»,
dijeron. Aquí sus labios se detuvieron. ¿Buena qué?, le hubiera gritado. ¿Qué es lo que puede ser
bueno? Y entonces añadieron: «suerte». El tren salió de la estación y aceleró hacia la oscuridad.
Cinco días después de la llegada del sobre marrón con las páginas del libro que yo había
escrito medio siglo antes, salía de la ciudad con la intención de recuperar el libro que había
escrito medio siglo después. O, en otras palabras: una semana después de la muerte de mi hijo, yo
iba camino de su casa. En cualquier caso, estaba solo.
Encontré un asiento de ventanilla y traté de recuperar el aliento. Corríamos por un túnel.
Apoyé la cabeza contra el cristal. Alguien había grabado en él «buenas tetas». Imposible no
preguntarse de quién. El tren salió a una luz turbia y con lluvia. Era la primera vez en mi vida que
tomaba un tren sin billete.
Un hombre que subió en Yonkers se sentó a mi lado. Sacó un librito. Las tripas me crujían. No
había comido nada; sólo había tomado un café en el Dunkin Donuts con Bruno, muy temprano.
Fuimos los primeros clientes.
—Póngame un donut de jalea y uno azucarado —dijo Bruno.
—Póngale uno de jalea y uno azucarado —dije—. Y para mí un café pequeño.
El hombre del gorro de papel me miró y repuso:
—Es más barato el mediano.
América, Dios la bendiga.
—Está bien, uno mediano —dije.
El hombre se alejó y volvió con el café.
—Póngame uno de crema bávara y un glaseado —dijo Bruno. Le lancé una mirada—. ¿Qué
pasa? —dijo encogiéndose de hombros.
—Póngale el de crema... —dije.
—Y uno de vainilla —añadió Bruno. Lo miré con severidad—. Mea culpa —dijo.
—Vainilla. Ve a sentarte —le dije. Él no se movió—. ¡Siéntate!
—Mejor uno normal —dijo él.
El de crema desapareció en cuatro bocados. Bruno se lamió los dedos, luego acercó el normal
a la luz.
—Es un donut, no un diamante —dije.
—Está rancio —dijo él.
—Cómetelo de todos modos —repliqué.
—Cámbiemelo por uno de manzana —pidió Bruno.
El tren dejó atrás la ciudad. A uno y otro lado se extendían campos verdes. Hacía días que
llovía, y seguía lloviendo.
Muchas veces había imaginado el lugar donde vivía Isaac. Lo había buscado en el mapa. Un
día hasta llamé a información: «¿Cómo puedo ir desde Manhattan hasta donde vive mi hijo?» Lo
había imaginado todo hasta el último detalle. ¡Tiempos felices! Le llevaría un regalo. Quizá un
tarro de mermelada. Sin ceremonias. Ya era tarde para eso. Quizá nos lanzaríamos una pelota en
el césped. Aunque yo no sé atrapar. Francamente, tampoco sé lanzar. Y sin embargo.
Hablaríamos de béisbol. Sigo los campeonatos desde que Isaac era niño. Él era de los Dodgers y
yo también. Quería ver lo que él veía y oír lo que él oía. Me mantenía al día de la música pop. Los
Beatles, los Rolling Stones, Bob Dylan... Lay, lady, lay no es tan difícil de entender. Por la noche,
al volver del trabajo pedía la cena al señor Tong. Luego sacaba un disco de la funda, lo ponía en
el plato, bajaba la aguja y me sentaba a escuchar.
Cada vez que Isaac se mudaba, yo trazaba la ruta entre mi casa y la suya. La primera vez él
tenía once años. Yo solía apostarme en la acera frente a su escuela de Brooklyn a esperar, sólo
para verlo un momento y quizá, si había suerte, oír su voz. Un día lo esperaba como de costumbre
pero él no salía. Pensé que tal vez estaba castigado. Se hizo de noche, apagaron las luces de la
escuela y él no salió. Al día siguiente volví, esperé y tampoco salió. Aquella noche imaginé lo
peor. No podía dormir pensando en todas las cosas terribles que podían haberle ocurrido a mi
hijo. A pesar de que me había prometido a mí mismo no hacerlo nunca, por la mañana me levanté
temprano y pasé por delante de su casa. No pasé: me paré al otro lado de la calle. Lo esperaba a
él, o a Alma, o incluso al shlemiel del marido. Y sin embargo. No vi a nadie. Al fin paré a un
chico que había salido del edificio. «¿Conoces a la familia Moritz?» Él me miró fijamente. «Sí,
¿qué pasa?», dijo. «¿Aún viven ahí?», pregunté. «¿A usted qué le importa?», respondió y se alejó
calle abajo haciendo botar una pelota. Lo seguí y lo cogí por el cuello. Ahora me miró con miedo.
«Se han ido a vivir a Long Island», dijo y echó a correr.
Una semana después recibí una carta de Alma. Tenía mi dirección porque yo siempre le
mandaba una postal en su cumpleaños. «Feliz cumpleaños. De Leo», escribía. Rasgué el sobre.
«Sé que vas a verlo —leí—. No me preguntes cómo, pero lo sé. Espero el día en que él me pida
que le diga la verdad. A veces, cuando lo miro a los ojos, te veo a ti. Y pienso que tú eres el único
que podría contestar sus preguntas. Oigo tu voz como si te tuviera a mi lado.»
Leí la carta no sé cuántas veces. Pero esto no es lo que importa. Lo que importa es que, en la
esquina superior izquierda del sobre, ella había escrito la dirección: «121 Atlantic Avenue, Long
Beach. N.Y.»
Saqué el mapa y memoricé el itinerario. Yo solía imaginar desastres, inundaciones,
terremotos, un caos mundial que me diera ocasión de ir a buscarlo y llevármelo debajo del abrigo.
Cuando abandoné la esperanza de que llegara el cataclismo, empecé a soñar que nos
encontrábamos por casualidad. Fantaseaba sobre las posibilidades de que nuestras vidas se
cruzaran: de que un día me encontrara sentado a su lado en un tren, o en la sala de espera del
médico. Pero al final comprendía que sólo dependía de mí. Cuando murió Alma, y dos años
después, Mordecai, ya no existía obstáculo alguno. Y sin embargo.