La historia de amor

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Por el estrecho pasillo fui hasta la cocina y me paré en medio, esperando oír las sirenas de la  
policía, pero no sonaron. 
Había un plato sucio en el fregadero. Un vaso puesto a escurrir boca abajo, una bolsita de té  
acartonada en un platillo. En la mesa se había derramado un poco de sal. Una postal estaba sujeta  
a la ventana con cinta adhesiva. La desprendí y miré el reverso. Decía: «Querido Isaac: Te envío  
esta postal desde España, donde estoy viviendo hace un mes. Escribo para decirte que no he leído  
tu libro ni pienso leerlo.» 
A mi espalda sonó un golpe seco. Me oprimí el pecho con la mano. Pensé que si volvía la  
cabeza me encontraría con el fantasma de Isaac. Pero era sólo el viento, que había abierto la  
puerta. Con manos temblorosas, dejé la postal en su sitio y me quedé quieto en medio del  
silencio, con el corazón desbocado. 
Las tablas del suelo crujían bajo mi peso. Había libros por todas partes. Bolígrafos, un jarro de  
cristal azul, un cenicero del Dolder Grand de Zúrich, la saeta oxidada de una veleta, un pequeño  
reloj de arena de cobre, erizos de mar en el alféizar, unos prismáticos, una botella de vino que  
servía de candelabro, con churretes de cera. Yo tocaba este objeto y el otro. Al final, lo único que  
queda de ti son tus cosas. Quizá por eso nunca he podido tirar nada. Quizá por eso he acumulado  
tantas cosas: por la ilusión de que, a mi muerte, la suma de mis pertenencias sugiera una vida más  
grande que la vivida por mí. 
Sentí que se me iba la cabeza y me agarré a la repisa de la chimenea. Volví a la cocina de  
Isaac. No tenía apetito pero abrí el frigorífico, porque el médico dice que no esté sin comer; es  
por algo de la presión. Un hedor me atacó la nariz: sobras de pollo echadas a perder. Las tiré,  
junto con unos melocotones marrones y un trozo de queso mohoso. Luego lavé el plato que había  
en el fregadero. No sé describir lo que sentí mientras realizaba estos pequeños actos en casa de mi  
hijo. Los hacía con amor. Puse el vaso en el armario. Tiré la bolsita de té y aclaré el platillo.  
Probablemente habría personas —el hombre de la corbata de lazo amarilla o un futuro biógrafo— 
que querrían que las cosas siguieran tal como Isaac las había dejado. Quizá un día personas como  
esas que guardaron el vaso del que Kafka bebió el último trago o el plato en que Mandelstam  
comió su último bocado, hicieran un museo de su vida. Isaac fue un gran escritor, el escritor que  
yo nunca hubiera podido ser. Y sin embargo. También era mi hijo. 
Subí la escalera. A cada puerta, cada armario, cada cajón que abría, descubría algo nuevo de  
Isaac y, a cada descubrimiento, su ausencia se hacía más real y, cuanto más real, más increíble.  
Abrí el armario botiquín. Había dos botes de talco. Yo ni siquiera sé lo que es el talco ni para qué  
se usa, pero este simple detalle de su vida me conmovió más que cualquier circunstancia que  
pudiera imaginar. Abrí el ropero y hundí la cara en sus camisas. Le gustaba el azul. Levanté un  
par de zapatos ingleses de color marrón. Los tacones estaban muy gastados. Metí la nariz y aspiré.  
En la mesita de noche encontré su reloj de pulsera y me lo puse. La correa tenía una muesca en el  
agujero en que él la abrochaba. La muñeca de Isaac era más gruesa que la mía. ¿Cuándo se había  
hecho más corpulento que yo? ¿Qué hacía yo, y qué hacía él, en el momento en que mi hijo me  
había aventajado en tamaño? 
La cama estaba hecha. ¿Había muerto en ella? ¿O presintió la llegada de la muerte y se levantó  
para saludar el regreso a la niñez, cayendo fulminado? ¿Qué fue lo último que miró? ¿El reloj que  
ahora estaba en mi muñeca, parado a las 12.38? ¿El lago que se extendía al otro lado de la  
ventana? ¿Una cara? ¿ Sintió dolor? 
En toda mi vida, sólo una persona ha muerto en mis brazos. Fue en el invierno de 1941,  
cuando trabajaba de portero en un hospital. Estuve poco tiempo, porque enseguida me echaron.  
Pero una noche, la última semana, estaba fregando el suelo cuando oí que alguien vomitaba. Era  
en la habitación de una mujer que tenía una enfermedad de la sangre. Corrí hacia allí. Ella se  
retorcía con fuertes convulsiones. La rodeé con los brazos. Creó poder decir que, en aquel  
momento, los dos sabíamos lo que estaba a punto de suceder. Aquella mujer tenía un hijo. Yo lo  
había visto visitarla con su padre. Un niño con los zapatos relucientes y un abrigo de botones  
dorados. No hacía más que jugar con un cochecito, sin mirar a su madre más que cuando ella le  
hablaba. Quizá estaba enfadado porque hacía mucho tiempo que los había dejado solos a él y a su  
padre. Yo miraba a la cara a la mujer, pensando en el niño, que crecería sin poder perdonarse a sí  
mismo. En aquel momento sentí cierta satisfacción y orgullo, y hasta superioridad, por cumplir la función que él no podía realizar. Y menos de un año después, el hijo que no estaba al lado de su  
madre cuando ella moría era yo. 
Sonó un ruido detrás de mí. Un crujido. Esta vez no volví la cabeza. Cerré los ojos con fuerza.  
«Isaac», susurré. Me asustó el sonido de mi propia voz, pero proseguí. «Quiero decirte...» Aquí  
me interrumpí. ¿Decirte qué? ¿La verdad? ¿Qué es la verdad? ¿Que para mí tu madre y mi vida  
eran una misma cosa? No. «Isaac, la verdad es algo que yo me inventé para poder vivir.» 
Entonces me volví y me miré en el espejo de pared de Isaac. Un idiota vestido de idiota. Yo  
había venido a recuperar mi libro, pero ahora ya no me importaba si lo encontraba o no. Pensé:  
Que se pierda como todo lo demás. No importaba. Ya no. 
Y sin embargo. 
En un ángulo del espejo se reflejaba, desde el otro lado del pasillo, la máquina de escribir. No  
hacía falta que alguien me dijera que era igual que la mía. Yo había leído, en una entrevista que le  
había hecho un periódico, que hacía casi veinticinco años que escribía en una Olympia manual.  
Meses después, en una tienda de material de oficina de ocasión, vi una máquina del mismo  
modelo. El hombre dijo que funcionaba, y la compré. Al principio sólo la miraba; me gustaba  
pensar que también mi hijo la miraba. Día tras día, la máquina estaba allí, sonriéndome, como si  
las teclas fueran dientes. Luego tuve el ataque de corazón y ella siguió sonriendo, de manera que  
un día puse una hoja y escribí una frase. 
Crucé el pasillo. Pensaba: ¿Y si encontrase mi libro ahí, en su mesa de trabajo? Entonces, de  
pronto, me di cuenta de lo extraño de la situación: yo con su chaqueta, mi libro en su mesa. Él con  
mis ojos, yo con sus zapatillas. 
Lo único que quería era una prueba de que él lo había leído. 
Me senté en su silla, ante la máquina de escribir. La casa estaba fría. Me ceñí su chaqueta. Me  
pareció oír una risa, pero me dije que era sólo el bote que crujía con la tormenta. Me pareció oír  
pasos en el tejado, pero me dije que era sólo algún animal en busca de comida. Hice oscilar el  
cuerpo, como hacía mi padre cuando rezaba. Mi padre me dijo una vez: «Cuando un judío reza  
hace a Dios una pregunta que nunca se acaba.» 
Caía la tarde. Caía la lluvia. 
No pregunté a mi padre: ¿qué pregunta? 
Y ahora ya es tarde. Porque te perdí, tateh. Un día de primavera de 1939, un día de lluvia que  
dejó paso a un claro en las nubes, te perdí. Habías salido a recoger especímenes para una teoría  
que estabas urdiendo acerca de la lluvia, el instinto y las mariposas. Y entonces te fuiste. Te  
encontramos tumbado bajo un árbol, con la cara salpicada de barro. Comprendimos que ya eras  
libre, libre del pesar de unos resultados decepcionantes. Y te enterramos en el cementerio en que  
estaba enterrado tu padre, y su padre, a la sombra de un castaño. Tres años después perdí a  
mameh. La última vez que la vi llevaba un delantal amarillo. Metía cosas en una maleta, la casa  
estaba revuelta. Me dijo que fuera al bosque. Me dio un paquete de comida y me dijo que me  
pusiera el abrigo, a pesar de que estábamos en julio. «Vete», me dijo. Yo ya era muy mayor para  
obedecer sin rechistar, pero obedecí como un niño. Me dijo que ella iría al día siguiente.  
Quedamos en encontrarnos en un lugar del bosque que conocíamos los dos. El nogal gigante que  
tanto le gustaba a tateh, porque decía que tenía cualidades humanas. Me fui sin despedirme.  
Quería creer que así era más fácil. Estuve esperándola. Pero. Ella no vino. Desde entonces he  
vivido con el remordimiento de haber comprendido, cuando ya era tarde, que ella pensaba que  
sería una carga para mí. Perdí a Fritzy. Estaba estudiando en Vilna, tateh... alguien que conocía a  
alguien que conocía a alguien me dijo que lo habían visto por última vez en un tren. Perdí a Sari y  
Hanna por los perros. Perdí a Herschel por la lluvia. Perdí a Josef por una grieta del tiempo. Perdí  
el sonido de la risa. Perdí unos zapatos que me quité para dormir, los zapatos que me había dado  
Herschel habían desaparecido cuando desperté, anduve descalzo varios días hasta que me rendí y  
robé los zapatos a otro. Perdí a la única mujer a la que quise amar en mi vida. Perdí años. Perdí  
libros. Perdí la casa en que nací. Y perdí a Isaac. Así pues, ¿quién me asegura que, por el camino,  
sin darme cuenta, no he perdido también la razón? 
Busqué por todas partes, pero no encontré mi libro. Aparte de mi persona, allí no había 
ninguna señal mía.



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En el texto hay: istorias

Editado: 05.07.2020

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