Yo estaba en la cama, soñando un sueño que tenía lugar en la antigua Yugoslavia, o quizá
Bratislava, aunque también podía ser Bielorrusia. Cuanto más lo pienso menos me aclaro.
«¡Despierta!», gritaba Bruno. O es de suponer que gritaba, antes de echar mano del recurso de
vaciarme la jarra del agua en la cara. Quizá quiso vengarse de cuando le salvé la vida. Levantó la
ropa de la cama. Siento mucho lo que viera debajo. Y sin embargo. Es matemático. Cada mañana
se me pone firmes como el recluta que espera órdenes.
—¡Mira! —gritaba Bruno—. En esta revista hablan de ti.
Yo no estaba de humor para bromas. Si se me deja en paz, me despierto tranquilamente, con
un buen pedo. De modo que tiré al suelo la almohada mojada y hundí la cabeza en las sábanas.
Bruno me dio con la revista en la cabeza.
—Levanta y mira —dijo.
Yo hice el papel de sordomudo, que he perfeccionado con los años. Oí los pasos de Bruno que
se alejaban. Estrépito en el armario del recibidor. Yo me preparé para resistir. Una detonación y
un chisporroteo.
—¡¡Hablan de ti en una revista!! —dijo Bruno por el megáfono que había conseguido
desenterrar de mis pertenencias. A pesar de que yo estaba debajo de las sábanas, consiguió
localizar mi oído—. ¡¡Repito!! —bramó—. ¡¡Tú sales en una revista!!
Aparté las sábanas y le arranqué el megáfono de los labios.
—¿Desde cuándo eres tan imbécil? —dije.
—¿Y tú? —dijo Bruno.
—Mira, Gimpel. Ahora cerraré los ojos y contaré hasta diez —le dije—. Cuando los abra
quiero que te hayas ido.
Bruno pareció dolido.
—No hablas en serio —dijo.
—Completamente en serio —dije y cerré los ojos—. Uno dos.
—Di que no hablas en serio.
Con los ojos cerrados, recordé la primera vez que había visto a Bruno. Daba puntapiés a una
pelota levantando polvo. Era un chico flaco y pelirrojo, recién llegado a Slonim con su familia.
Me acerqué. Él levantó la mirada y me inspeccionó. Sin decir palabra, me chutó la pelota. Yo se
la chuté a él.
—Tres, cuatro, cinco —dije. Sentí caer en mis rodillas la revista, abierta, y oí alejarse por el
pasillo los pasos de Bruno. Se detuvieron un momento. Yo traté de imaginarme la vida sin él.
Parecía imposible. Y sin embargo—. ¡Siete! —grité—. ¡Ocho! —Al nueve oí cerrarse la puerta
de entrada—. Diez —dije a nadie en particular. Abrí los ojos y bajé la mirada.
Allí, en una página de la única revista a la que estoy suscrito, vi mi nombre.
Pensé: ¡Qué coincidencia, otro Leo Gursky! Naturalmente, me impresionó, a pesar de que
tenía que ser otro. No es un nombre tan raro. Y sin embargo. Tampoco es muy corriente.
Leí una frase. Y no tuve que leer más para comprender que no podía ser otro. Lo supe porque
aquella frase la había escrito yo. En mi libro, la novela de mi vida. El libro que empecé a escribir
después del ataque de corazón y que aquella mañana, después de la clase de dibujo, envié a Isaac.
Cuyo nombre, ahora lo veía, estaba impreso en grandes letras en lo alto de la página. «Palabras
para todas las cosas», rezaba el título que yo había elegido por fin, y debajo: «Isaac Moritz.»
Miré el techo.
Bajé la mirada. Como ya he dicho, algunos pasajes los sé de memoria. Y la frase que sabía de
memoria seguía allí. Y otras cien que también sabía de memoria, un poco retocadas aquí y allá deun modo que resultaba una pizca cargante. El comentario decía que Isaac había muerto aquel mes
y que el fragmento publicado pertenecía a su último manuscrito.
Me levanté y saqué la guía telefónica de debajo de Citas célebres e Historia de la ciencia con
los que se ilustra Bruno cuando se sienta a la mesa de mi cocina. Encontré el número de la revista.
—¿Oiga? —dije a la centralita—. Con la sección de narrativa, por favor.
Sonó tres veces.
—Sección de narrativa —dijo un hombre. Sonaba a joven.
—¿De dónde han sacado esa narración? —pregunté.
—¿Cómo dice?
—¿De dónde han sacado esa novela?
—¿Qué novela, caballero?
—Palabras para todas las cosas.
—Es de Isaac Moritz —dijo.
—Ja, ja —dije yo.
—¿Disculpe?
—No lo es.
—Sí lo es.
—No.
—Le aseguro que sí.
—Y yo le aseguro que no.
—Sí, señor. Lo es.
—Vale —dije—, lo es.
—¿Con quién hablo, por favor? — preguntó.
—Con Leo Gursky —le respondí.
Un silencio tenso. Cuando volvió a hablar, ya no tenía la voz tan firme.
—¿Es una broma?
—De broma nada —dije.
—Es el nombre del protagonista de la novela.
—Justo.
—Tendré que consultar con el departamento de comprobación de datos —dijo—.
Normalmente, si existe una persona con el mismo nombre, nos informan.
—¡Sorpresa! —exclamé.
—No se retire, por favor.
Colgué.
Una persona tiene, a lo sumo, dos o tres ideas buenas en su vida. Y una de las mías estaba en
las páginas de aquella revista. Volví a leerlo. De vez en cuando, me reía de mi propio ingenio. Y
sin embargo. Eran más las veces que hacía una mueca.
Volví a marcar el número de la revista y a preguntar por el departamento de narrativa.
—¿Adivina quién soy? —pregunté.
—Leo Gursky —dijo el hombre. Percibí miedo en su voz.
—Bingo —dije, y añadí—: Ese... digamos libro...
—¿Sí?
—¿Cuándo saldrá?
—No se retire, por favor —dijo él.
No me retiré.
—En enero —dijo al volver.
—¡Enero! —exclamé—. ¡Tan pronto! —El calendario de la pared decía que estábamos a 17 de
octubre. Sin poder evitarlo, pregunté—: ¿Es bueno?
—Dicen que uno de los mejores que escribió.
—¡Uno de los mejores! —La voz me subió una octava y se me cascó.
—Sí, señor.
—Me gustaría que me enviaran unas pruebas de imprenta —dije—. Quizá no viva hasta enero.
Silenció al otro extremo.
—Bien —dijo al fin el chico—. Veré si puedo conseguirlas. ¿Cuál es su dirección?—La misma que la del Leo Gursky de la novela —dije, y colgué. Pobre muchacho. Podía
pasar años tratando de descifrar el misterio.
Pero también yo tenía mi propio misterio que resolver. Es decir, si habían encontrado mi
manuscrito en su casa y lo habían tomado por suyo, ¿no significaba eso que él lo había leído o,
por lo menos, había empezado a leerlo antes de morir? Porque eso lo cambiaría todo.
Significaría...
Y sin embargo.
Me paseaba por el apartamento, al menos todo lo que era posible pasearse con una raqueta de
bádminton aquí, un montón de National Geographics allá y unas bolas de petanca, juego que
desconozco por completo, diseminadas por el suelo de la sala.
Era muy sencillo: si él había leído mi libro, sabía la verdad.
Yo era su padre.
Él era mi hijo.
Y entonces se me ocurrió que era posible que hubiera habido un breve lapso de tiempo en el
que Isaac y yo habíamos coincidido en la vida sabiendo cada uno de la existencia del otro.
Fui al baño, me lavé la cara con agua fría y bajé a buscar el correo. Pensaba que aún podía
haber una carta que mi hijo me enviara poco antes de morir. Metí la llave y la hice girar.
Y sin embargo. Un montón de propaganda, la Guía TV, un catálogo de Bloomingdale's y una
carta de la Federación de Asociaciones para la Defensa de la Naturaleza que, desde que les mandé
diez dólares en 1979, no se olvidan de mí. Me lo llevé todo a casa para tirarlo a la basura. Tenía el
pie en el pedal del cubo cuando lo vi: un sobre pequeño con mi nombre escrito a máquina. El
setenta y cinco por ciento de mi corazón que aún vive se disparó. Rasgué el sobre. Dentro había
una carta que ponía:
«Querido Leopold Gursky: El sábado a las 4 lo espero en los bancos que hay frente a la
entrada del zoo de Central Park. Creo que ya sabe quién soy.»
Loco de emoción, grité: «¡Lo sé!»
«Suya afectísima», decía.
Mía afectísima, pensé.
«Alma.»
En aquel momento, supe que me había llegado la hora. Lo supe por cómo crujía el papel, tanto
me temblaban las manos. Se me doblaban las rodillas. Sentí vértigo. De modo que así es como te
envían al ángel. Con el nombre de la muchacha a la que has querido siempre.
Golpeé el radiador para llamar a Bruno. No hubo respuesta, ni tampoco al cabo de un minuto,
ni de dos, por más que yo golpeaba y golpeaba, tres golpes para ¿aún vives? dos para sí y uno
para no. Yo escuchaba, pero no hubo respuesta. Quizá no debí llamarle idiota, porque ahora,
cuando más lo necesitaba, no tenía a nadie.