La historia de amor

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No sé cuánto rato llevo sentado en este banco. Casi ha anochecido ya, pero cuando aún había  
luz podía admirar las estatuas. Un oso, un hipopótamo, una figura de pezuña hendida que me ha  
parecido una cabra. Al venir pasé junto a una fuente. La pila estaba seca. Miré si había monedas  
en el fondo. Pero sólo vi hojas secas. Ahora están en todas partes, caen y caen, convirtiendo el  
mundo otra vez en tierra. A veces se me olvida que el mundo no lleva la misma pauta que yo.  
Que las cosas no están muriendo o que si mueren renacerán con sol y el estímulo habitual. A  
veces pienso: Yo soy más viejo que ese árbol, más viejo que este banco, más viejo que la lluvia.  
Y sin embargo. No soy más viejo que la lluvia. Hace años que cae y seguirá cayendo cuando yo  
me vaya.

He leído la carta otra vez. «Creo que ya sabes quién soy», dice. 
Pero yo no conozco a ningún Leopold Gursky.

Estoy decidido a seguir esperando sin moverme de aquí. No tengo nada más que hacer en esta  
vida. Me escocerán las posaderas, pero podría ser peor. Si me entra sed, no será un crimen que me  
arrodille y me ponga a lamer la hierba. No estaría mal que mis pies echaran raíces y mis manos  
criaran musgo. Hasta podría quitarme los zapatos para acelerar el proceso. Sentir la tierra mojada  
entre los dedos de los pies como cuando era niño. Echar hojas por los dedos de las manos. Quizá  
un niño trepe por mí. Ése al que antes he visto echar piedras a la pila vacía; no me ha parecido  
muy mayor para subirse a los árboles. Pero se lo veía muy serio para su edad. Quizá creía que no  
estaba hecho para este mundo. Me hubiera gustado decirle: «¿Y quién, si no tú?»

Quizá sea de Misha. Muy propio de él hacer una cosa así. El sábado voy al parque y en el  
banco está él. Hace dos meses de aquella tarde, en su cuarto, cuando sus padres gritaban al otro  
lado de la pared. Le diría lo mucho que lo he echado de menos. 
Gursky... suena a ruso. 
Quizá sea de Misha. 
Pero probablemente no.

A ratos no pensaba en nada y a ratos pensaba en mi vida. Por lo menos, me he ganado la vida.  
¿Qué clase de vida? Una vida. He vivido. No ha sido fácil. Y sin embargo. He descubierto que es  
poco lo que no se puede soportar

Si no es de Misha, quizá sea del hombre de las gafas oscuras de los Archivos Municipales de  
la calle Chambers 31, el que me llamó señorita Carne de Conejo. No le pregunté el nombre, pero  
él sabe el mío y mi dirección, porque tuve que rellenar un formulario. Quizá haya encontrado  
algo, una carpeta o un certificado. O quizá imagina que tengo más de quince años.

Hubo un tiempo en el que vivía en el bosque, o en los bosques, en plural. Comía gusanos.  
Comía insectos. Comía todo lo que podía meterme en la boca. A veces me ponía enfermo. Tenía  
el estómago destrozado, pero necesitaba tragar. Bebía el agua de los charcos. La nieve. Todo lo  
que encontraba. A veces me colaba en los silos para patatas excavados en las afueras de los  
pueblos. Eran un buen escondite, porque allí no hacía tanto frío en el invierno. Pero había ratas.  
Pensar que llegué a comer ratas, sí, ratas crudas. Por lo visto, tenía muchas ganas de vivir. Y  
había una sola razón: ella. 
La verdad es que ella me dijo que no podía quererme. Cuando me dijo adiós, me decía adiós  
para siempre. 
Y sin embargo. 
Me obligué a mí mismo a olvidar. No sé por qué. Aún me lo pregunto. Pero eso hice.

O quizá sea de aquel judío viejo que trabajaba en la Oficina de Empadronamiento de la calle  
Centre. 
Tenía cara de llamarse Leopold Gursky. Quizá sepa algo de Alma Moritz, o de Isaac, o de La  
historia del amor.

 

Recuerdo el día en que descubrí que podía inducirme a mí mismo a ver cosas que no existen.  
Tenía diez años y volvía de la escuela. Unos chicos de la clase corrían gritando y riendo. Yo  
quería ser como ellos. Y sin embargo. No podía. Siempre me había sentido diferente, y la  
diferencia dolía. Entonces, al doblar la esquina, lo vi. Un elefante enorme, solo en medio de la  
plaza. Yo sabía que me lo estaba imaginando. Y sin embargo. Quería creer. 
De modo que lo intenté. 
Y descubrí que podía.

O quizá la carta sea del portero del número 450 de la calle Cincuenta y dos Este. Quizá  
preguntó a Isaac por La historia del amor. Quizá Isaac le preguntó mi nombre. Quizá, antes de  
morir, dedujo quién era yo y dio algo al portero para que me lo entregara.

Después del día en que vi el elefante, me hice ver y creer más cosas. Era un juego al que  
jugaba conmigo mismo. Cuando contaba a Alma lo que veía, ella se reía y decía que le encantaba  
mi imaginación. Por ella, yo convertía las piedras en brillantes, los zapatos en espejos, convertía  
el cristal en agua, le ponía alas y le sacaba pájaros de las orejas y ella se encontraba las plumas en  
los bolsillos, ordené a una pera que se convirtiera en piña, a una piña que se convirtiera en  
bombilla, a una bombilla que se convirtiera en la luna y a la luna que se convirtiera en una  
moneda que yo echaba al aire jugándome su amor, pero sabiendo que no podía perder, porque los  
dos lados eran cara. 
Y ahora, al final de mi vida, apenas distingo la diferencia entre lo que es real y lo que yo creo.  
Por ejemplo, esta carta que tengo en la mano, puedo palparla con los dedos. El papel es suave,  
menos en los dobleces. Puedo desdoblarla y volver a doblarla. Tan cierto como que estoy aquí  
sentado, esta carta existe. 
Y sin embargo. 
El corazón me dice que mi mano está vacía.

O quizá la carta sea del propio Isaac, escrita poco antes de morir. Quizá Leopold Gursky sea  
otro personaje del libro. Quizá tenía algo que decirme. Y ahora ya es tarde. Mañana, cuando yo  
vaya al parque, el banco estará vacío.



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En el texto hay: istorias

Editado: 05.07.2020

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