La Historia Entre Los Dos [libro #1] (editado)

2 ⌘ El Chico Nuevo

Tai alzó la vista al letrero que decía "11-D" y suspiró. Observó el pasillo por donde sus dos mejores amigas acababan de desaparecer, rumbo a un salón distinto. Ellas tendrían la suerte de compartir aula todo el año. Ella, en cambio...

Cerró los ojos con resignación. Solo esperaba que alguno de los chicos, quizá Harry, estuviera en su grupo. De lo contrario, el año se le haría eterno.

Se obligó a entrar al salón, intentando ignorar la melancolía que la perseguía desde que vio su nombre separado del de Mia y Emma.

El aula era distinta a la del año anterior. Ya no eran escritorios individuales, sino mesas dobles, como en los laboratorios, organizadas en tres frentes. Casi todos los asientos estaban ocupados.

Tai solía elegir lugares intermedios: no demasiado cerca del profesor, pero tampoco en la última fila donde el aburrimiento la devoraría. Necesitaba una zona neutral. Lo suficientemente discreta como para soñar despierta sin ser descubierta.

Pero justo al llegar a la tercera fila, se detuvo en seco. No. No podía ser.

En la cuarta mesa, junto a la ventana, Alek Ivanov estaba recostado sobre los brazos, con los audífonos puestos y el teléfono frente a él. El asiento junto a él, vacío.

Ni en un millón de años pensaba sentarse ahí.

Buscó con desesperación otra opción. A su derecha, Arizona y Anna conversaban en su mundo. Más atrás, detrás de ellas, las dos mesas estaban ocupadas. Solo justo detrás de Alek, había una mesa desocupada. Tal vez podría soportar ver su cabello dorado todas las mañanas... solo tal vez.

Iba con dirección a ese asiento cuando Arizona se interpuso, colocando una mano sobre la mesa de Alek. Tai entendió el mensaje. Arizona se adueñaba del lugar.

Y como si no fuera suficiente, Anna también se movió a la mesa trasera con su mochila estrafalaria.

Suspiró. No era buena idea sentarse junto a alguien que claramente la despreciaba, aunque nunca entendió bien por qué.

El salón solo tenía siete filas. Irse hasta la última era rendirse al olvido. Así que regresó sobre sus pasos y dejó caer su bolsa en el único lugar disponible junto a Arizona y Anna.

Ignoró la mirada punzante de Arizona. Sacó su libreta y se sumergió en ella como si el papel pudiera salvarla del ambiente denso del aula.

Cuando Arizona notó que Tailime ya se había abstraído por completo, giró hacia Alek y le tocó el hombro con una sonrisa.

—¡Hola, Alek!

Alek alzó la cabeza con sobresalto, esperando ver al profesor. Al no encontrarlo, se frotó los ojos y giró hacia ella.

—Buenos días —dijo Arizona nuevamente.

—Hola —bostezó Alek, todavía somnoliento—. No sabía que estarían en este grupo.

—Recién llegamos —respondió Arizona, entusiasmada—. Y al parecer, seremos vecinos.

Alek giró perezosamente la cabeza y se encontró con la sonrisa de Anna.

—Buenos días, Alek.

—¿Cómo estás, Anna? —preguntó con tono amable—. ¿Los demás también estarán en este grupo?

—No creo que haya nadie más —comentó ella, pensativa.

—Que emoción —agregó Arizona, acomodándose a su lado—. Este año será... muy divertido.

Mientras tanto, Tai se refugiaba en sus dibujos. Su lápiz trazaba curvas sin rumbo fijo, pero su mente ya no estaba en Sacramento. Había regresado a Moscú.

La obsesión de su madre por su apariencia había alcanzado niveles épicos. No es que Tai se considerara fea, pero nunca había mostrado interés por el maquillaje, las pinzas para las cejas o los estilistas entusiastas.

Su cabello cobrizo siempre había sido un desastre autoimpuesto, recortado con tijeras en su habitación para evitar las manos ajenas. Pero este verano fue distinto. Entró al salón de belleza obligada, y un ejército de estilistas se lanzó sobre su cabeza como si fueran rescatistas en una zona de desastre.

Y el spa... oh, el spa. Entre limpiezas faciales que ardían y diagnósticos catastróficos sobre la contaminación ambiental, Tai solo podía pensar en escapar.

El curso de maquillaje fue la guinda del pastel. Cuatro horas frente a un espejo con un instructor insistente, rizadores que pellizcaban párpados y descubrimientos tan crueles como que jamás se había depilado las cejas.

Terminó con los ojos rojos y la autoestima en peor estado con el que había entrado. Pero su madre estaba feliz. Y tenía razón: el cabello le creció sano, sedoso y con ondas suaves que nunca supo que tenía. El maquillaje, usado con moderación, no era tan terrible. Se quedó con el rímel y el rubor.

A cambio, recibió un masaje de regalo. Y aunque odiaba admitirlo, todavía sentía los efectos de la relajación.

Una sonrisa se dibujó en su rostro. Hasta que notó qué estaba dibujando.

Unos ojos.

No cualquiera. Esos ojos. Los mismos que había dibujado por más de un año, cuando alguien se adueñaba de su cabeza sin permiso.

—¿Está ocupado este lugar?




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