It's funny 'cause I've always dreamed of me and you
(Es gracioso porque siempre he soñado sobre tí y sobre mi)
Now here we are
(Y ahora estamos aquí)
Staring at the stars
(Mirando las estrellas)
You just broke my heart
(Me acabas de romper el corazón)
Even though you promised you'd never do that from the start
(A pesar de que prometiste que nunca lo harías desde el principio)
But I guess we can only make it so far
(Pero supongo que solo podemos llegar hasta aquí)
'Cause time wasn't in our favor
(Porque el tiempo no estaba a nuestro favor)
This isn't goodbye, this is simply see you later
(Esto no es un adiós, esto es simplemente un hasta luego)
—see you later (ten years), Jenna Raine
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Tokio fue una experiencia de otro mundo.
La gloria de los dioses parecía derramarse sobre cada competidor que lograba subirse al podio. Era una sensación tan embriagante como la emoción de un primer beso.
Y Alek fue glorificado.
Consiguió cuatro medallas: dos en su especialidad individual, dos más en las pruebas de relevos. El equipo americano seguía siendo el favorito en la disciplina, pero Alek se encargó de dejar su nombre grabado en la historia. Dedicó cada victoria en silencio. Tres personas vivían dentro de esas medallas.
Sus ojos se llenaron de lágrimas al ver la bandera ondeando en lo más alto. Y le gustaba imaginar —no, le gustaba creer— que su padre lo estaba observando desde otro plano. Orgulloso.
El asunto con los Juegos Olímpicos es que son como un espejismo brillante. Solo ocurren una vez cada cuatro años. Una inyección de adrenalina colectiva. Un oasis en medio del desierto.
Alek deseó haberse quedado en Tokio desde el primer día de regreso a Sacramento.
Porque el contraste era brutal. Porque volver… fue regresar al infierno.
Regresó con una idea fija: Tai estaría esperándolo. Quizá para bien, quizá para mal… pero estaría ahí. Y su respuesta, cualquiera que fuera, le daría paz.
Pero pasaron los días.
Una semana.
Dos.
Tres.
Cuatro.
Y los mellizos nunca aparecieron.
Su ausencia se sentía en todas partes. En sus lugares vacíos en el aula. En la cafetería. En los pasillos. En los silencios.
Alek sentía que iba a perder la cabeza.
Luka tuvo que rogarle a Harry para que hablara. Nadie —ni Arizona, ni Serge, ni Anna— entendía qué demonios estaba pasando.
Y entonces se enteraron.
Los mellizos habían decidido no regresar. Iban a terminar la preparatoria en Moscú.
Y todo cobró sentido. Por eso Mia estaba llorando el día que Alek fue a hablar con Tai. Por eso Tai también lloraba cuando él le pidió una oportunidad. Porque ella ya sabía. Porque no iba a regresar.
La idea de que la había lastimado tanto como para hacerla huir del país le destrozó el alma.
Y no podía con la culpa.
Pero entonces… ¿por qué?
¿Por qué le dio esperanzas? ¿Por qué le hizo creer que la encontraría al volver?
La falta de respuestas se convirtió en un veneno lento.
Alek empezó a aislarse. Primero fueron cambios de humor. Después, el rechazo absoluto a todo y a todos: amigos, entrenadores, su madre.
Pasó de ser el alumno estrella y el chico popular, a un espectro antisocial.
Y debió de lucir tan miserable, que incluso Luka y Serge, compasivos por naturaleza, comenzaron a arrastrarlo a fiestas en un intento por distraerlo. Por devolverle algo. Cualquier cosa.
Lo lograron. Alek conoció los efectos del alcohol: el calor artificial, el entumecimiento, el silencio momentáneo del dolor.
No fue su etapa más digna. Pero durante unas horas, dejaba de pensar. De sentir. De recordar.
Sabía que era una mierda de persona. Y un pésimo hijo. Sobre todo cuando veía la preocupación en los ojos de su madre cada vez que llegaba de madrugada, oliendo a vodka barato, después de haber estado en fiestas con desconocidos.
Ni siquiera eran compañeros de la escuela.
Y sin embargo… dolía menos que el vacío que Tai le había dejado.
Pero si a Tailime le había importado una mierda… ¿por qué a él debería importarle?
Supo que había tocado fondo el día que toda la ira contenida durante semanas encontró la forma de salir. Y lo hizo sin control.
Alek recordaba caminar por el pasillo, con la cabeza palpitándole por la resaca, cuando escuchó a James pronunciar el nombre de Tailime.
Lo habría ignorado —de verdad lo habría hecho— si no fuera por el veneno que se colaba en su voz al decir su nombre.