La historia que una vez escuche

¿Crees en la gravedad?

El niño se quedó paralizado al escuchar la voz de la mujer, tan clara y precisa que parecía cortar el bullicio del mercado como un cuchillo afilado. No era una voz alarmante, pero la calma con la que se dirigió a él le heló la sangre. No esperaba ser descubierto tan rápido, y mucho menos de una manera tan directa.

Intentando mantener la compostura, bajó la mirada, fingiendo inocencia y murmuró una disculpa apenas audible. Pero su mente trabajaba frenéticamente buscando una salida a la situación que no había previsto.

La mujer dio un paso hacia él, y el niño sintió su cuerpo tensarse aún más. Aunque su rostro estaba parcialmente oculto tras la máscara, sus ojos brillaban con una malicia divertida, como si pudieran desentrañar sus pensamientos más profundos. Luego con un movimiento elegante se agachó hasta quedar a la altura del niño, tan cerca que él pudo sentir su respiración.

—No tienes porque temerme, descuida, yo no muerdo… O bueno, a veces lo hago, pero solo cuando la gente tiene buen sabor —su risa fue suave, como un tintineo siniestro—. Sin embargo, es de muy mala educación seguir a una dama sin su permiso, ¿no crees?

El niño tragó saliva; la situación se volvía cada vez más complicada. Los dos guardaespaldas de la mujer, que hasta entonces habían mantenido una distancia respetuosa, comenzaron a moverse sutilmente, acercándose a sus costados.

—Quizás… —continuó la mujer, inclinando ligeramente la cabeza—. No, no importa. Pero dime, ¿por qué me seguías? Hay formas mucho más fáciles de conocer a alguien que acecharlo en un mercado.

El niño sabía que estaba en un aprieto. Mentir no parecía una opción viable ante una persona que, evidentemente, no era fácil de engañar. Pero confesar la verdad podría ser incluso peor, arriesgando no solo su vida sino la de los demás en la pandilla.

—Yo… solo estaba… —balbuceó, tratando de encontrar las palabras.

Antes de que pudiera continuar, la mujer levantó una mano, interrumpiéndolo con un gesto grácil.

—No importa —dijo, casi como si hablara consigo misma— lo que importa es lo que harás ahora. —de su túnica, sacó un medallón de oro— ¿Esto es lo que buscabas? Puedes quedártelo. Personalmente, no me sirve para nada; solo estaba esperando encontrar a su verdadero dueño.

—Esto... pero... — El niño, completamente desconcertado, no supo cómo responder.

La mujer soltó una risa suave, casi musical, que parecía disfrutar del desconcierto que había sembrado.

—Veo que todavía estás procesando todo lo que ha sucedido —dijo con una sonrisa traviesa—. Pero no te preocupes, con el tiempo lo entenderás. Dime, ¿crees en la gravedad? Yo sí, porque creo que nuestro encuentro no fue casualidad.

—¿Pe… pero qué estás diciendo? —preguntó el niño, su voz temblando de ansiedad.

—Quédatelo, si no lo necesitas, eso está bien —continuo, ignorando su confusión—. No sé que impresión te doy, pero me encanta viajar para conocer a personas interesantes. Después de todo, ¿no es la gravedad lo que atrae a la gente?

—Yo... solo... —el niño seguía luchando por formar una oración coherente.

—Disculpe —interrumpió uno de los guardaespaldas, con voz grave— no quiero interrumpir su conversación, pero se está haciendo tarde para ir a ese lugar.

—Ah, cierto —respondió la mujer con un aire despreocupado—. Lo siento, pero nuestro encuentro termina aquí. Espero que nos volvamos a ver.

Con esas palabras, la mujer se levantó con la misma elegancia con la que se había agachado, se despidió del niño y el trío de forasteros se perdió entre la multitud del mercado.

El niño se quedó allí, sintiéndose atrapado entre el miedo y una curiosidad insaciable. Sabía que cualquier movimiento en falso podría haber sido su fin, pero había algo en la voz de la mujer, en la forma en que lo había mirado, que lo hizo pensar que quizás, solo quizás, la oportunidad que se le había presentado era mucho más que un simple robo fallido.

Justo cuando estaba a punto de perderse entre la multitud para reflexionar sobre lo sucedido, un grito agudo resonó en el mercado, haciendo que todos a su alrededor se detuvieran.

—¡Ladrón!

El grito de un comerciante resonó por todo el mercado, desatando el caos. Al otro lado, Lyix y su pandilla habían perdido la paciencia, actuando antes de que el niño pudiera causar la distracción planeada. Algunos niños se abalanzaron sobre los desprevenidos adultos, despojándolos de sus pertenencias y empujándolos peligrosamente cerca del abismo.

El mercado, que había sido bullicioso, estalló en un frenesí de pánico. Los gritos de auxilio se mezclaban con el sonido de cuerpos chocando y pasos apresurados. Algunas personas intentaban ayudar a los adultos que colgaban del borde, mientras otras huían desesperadamente, buscando refugio. Los guardias, alertados por el tumulto, se apresuraban hacia la escena, abriéndose paso entre la multitud.

El niño, atrapado en el epicentro del desorden, sintió su corazón latir con fuerza. Intentó moverse, pero el suelo temblaba bajo sus pies, sacudido por la estampida de gente. En su desesperación por escapar, se vio cara a cara con un grupo de guardias que con la mirada afilada, lo señalaron como uno de los responsables del caos.

—¡Tú! —gritó uno de los guardias— ¡Ven aquí!

El niño, instintivamente, intentó retroceder, pero la multitud lo empujó hacia adelante, directo a las manos del guardia. Este lo agarró con fuerza. Su apretón era como una garra de hierro. Otros guardias se unieron rápidamente, comenzando a cercar a los otros niños que intentaban escapar. Desde su posición, el niño pudo ver a Lyix y su pandilla deslizándose entre la multitud, desapareciendo con agilidad por los estrechos callejones, dejando atrás el caos que habían creado.

Sin embargo, no hubo tal suerte para él. El guardia que lo sostenía no mostró ninguna intención de soltarlo. Con una mirada dura, lo condujo a través del mercado, alejándolo del bullicio y llevándolo directo al cuartel. El niño caminaba con el estómago encogido, sintiendo el peso del medallón oculto en su bolsillo.




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