La historia que una vez escuche

El Hueco

Habían pasado trece días desde que lo encerraron, o al menos eso creía. No tenía reloj, ventana o alguna señal real del paso del tiempo, pero podía estimarlo por la regularidad con la que el mismo guardia dejaba caer su "comida" al suelo: pan húmedo, huesos sin carne, agua estancada en una lata oxidada. A veces ni siquiera se molestaba en mirar. Solo tiraba lo que fuera al suelo como si alimentara a un perro callejero. Como si ni siquiera fuera humano.

Dormía sobre el suelo helado, cubierto de manchas de humedad y excremento seco, a veces encima de su propio vómito, otras en charcos cuya composición prefería no pensar. La segunda noche despertó con sangre seca en la boca. No sabía si era suya o cómo había llegado ahí.

El primer día lloró.

No por el dolor. No, todavía. Sino por la humillación. Por caer aún más bajo de lo que ya se encontraba. Por descubrir que, aunque creía conocer la miseria, la ciudad siempre podía ir más hondo. Se preguntaba por qué tuvo que nacer en esta maldita ciudad. Florería. Esa flor podrida construida sobre cadáveres de esperanza. ¿Por qué había nacido, si su destino era vivir en el fondo y morir en la sombra de otros?

El quinto día ya no lloró. Solo sintió odio.

Odio por Lyix y su pandilla. Cobardes que lo dejaron atrás. Ni siquiera una mirada le dirigieron cuando lo abandonaron. Se esfumaron mientras él era arrastrado. Ratas huyendo del incendio que ellas mismas habían iniciado.

Odio por los adultos. Todos. Los guardias, el capitán, los mercaderes que no dijeron nada cuando fue arrestado. Aquellos que lo veían cada día vagar por la ciudad mientras trabajaba no movieron un solo dedo para ayudarlo. Recuerdo cómo lo juzgaban en silencio mientras devoraban alimentos que él jamás podría comprar.

Odio por la ciudad. Floria. Ciudad de adornos vacíos, de palacios huecos, de leyes rotas. Nadie debería haber nacido aquí. Nadie debería haber sobrevivido aquí.

Pero sobre todo, se odiaba a sí mismo.

Por haber confiado. Por haber tenido esperanza. Por pensar, incluso por un segundo, que esa mujer —la forastera— podía haber significado otra cosa que confusión. Por pensar que un niño como él tenía siquiera derecho a imaginar otra vida.

Sus palabras lo atormentaban. “¿Crees en la gravedad?”

¿Qué significaba eso? ¿Era una burla? ¿Una amenaza? ¿O estaba hablando en serio?

Tal vez al hacerle esa pregunta era una forma de demostrarle lo minúscula que era su existencia. Mientras sus pensamientos se marchitaban, le empezaron a llegar fragmentos difusos de su infancia, como hojas sueltas arrastradas por el viento; no eran recuerdos completos, sino sensaciones apenas delineadas.

Recordaba un jardín. O lo que alguna vez fue un jardín. Tierra húmeda. Manos pequeñas llenas de barro. Risas de mujer, posiblemente su madre, aunque su rostro estaba cubierto por una niebla imposible de dispersar. Un aroma de flores lo envolvía todo, como una manta cálida. Escuchaba un riachuelo cercano, su agua corriendo alegremente por un canal artificial. Había música también, una melodía suave, ejecutada en un instrumento de cuerdas que no reconocía.

Las paredes cercanas eran de piedra clara, y sobre ellas crecían enredaderas podadas con esmero. Todo era demasiado pulcro, demasiado simétrico. Más que un jardín cualquiera, parecía un recinto noble. En su mente, veía un escudo tallado en mármol, borroso, pero con lo que podría haber sido una flor de múltiples pétalos en su centro. Un símbolo olvidado. Una marca que a veces creía haber visto en algún lugar.

Recordaba una voz grave y tranquila —la de un hombre, tal vez su padre— que le hablaba sobre el valor de la verdad, sobre la importancia de los nombres. Lo llamaba por uno que ahora no recordaba, pero que sentía que era largo, compuesto, importante. Esa voz desapareció justo antes del estallido.

Luego, fuego. Gritos. Voces que no sabía si eran de advertencia o de despedida. Siluetas corriendo entre columnas. La sensación de calor abrasador sobre la piel y un sabor metálico en la boca. Recuerda estar envuelto en una manta, siendo arrastrado, no por crueldad, sino por desesperación. El rostro de la mujer se desdibujó en su memoria, pero sus últimas palabras permanecieron grabadas como una llama tenue:

—Perdónanos... Si no puedes volver a casa, haz que recuerden tu nombre.

Al final ni él se acordaba de su verdadero nombre.

El duodécimo dia, en medio de la fiebre y el hambre, tuvo un sueño bastante peculiar.

Soño con Floraria.

No la ciudad de torres retorcidas, de cúpulas ornamentadas y plazas podridas. No. Soñó con una Floraria anterior al mármol y al concreto. Un pueblo de tierra y largos campos. Donde las casas eran de madera con techos de paja, y las ventanas siempre abiertas al sol. Había colinas redondas y valles llenos de trigo joven que se mecía como un mar dorado. Las flores crecían sin permiso, brotando incluso entre las grietas de los caminos.

Los niños reían descalzos mientras corrían tras libélulas. Las mujeres colgaban ropa blanca entre tendederos que se mecían con la brisa. Los hombres trabajaban la tierra sin prisa, con manos callosas y miradas tranquilas. Nadie hablaba de tributos, pasaba hambre o se mataban entre los muros. Solo vivían. Respiraban. Como si el mundo aún no hubiera aprendido a mentir.

Y entonces la vio.

Una figura vestida de blanco avanzando entre las flores. No caminaba: flotaba apenas sobre el suelo, como si las raíces mismas la saludaran a su paso. Su rostro estaba descubierto. Pálido, sereno. Sus ojos cerrados, como escuchando una melodía secreta que sólo ella podía oír.

Era la forastera.

No como ahora. No con su máscara ni su sonrisa irónica. Era otra. Más joven, quizás. O eterna. Tenía una corona de flores secas sobre la cabeza, y en su pecho colgaba un medallón dorado con una piedra de color extraño. Iridiscente. Casi igual al mineral de las minas.

Cuando abrió los ojos, el mundo pareció congelarse.




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