Despertó con un jadeo ahogado, como si hubiera estado conteniendo la respiración durante horas. Su cuerpo entero reaccionó como si emergiera de un pozo profundo y sin fondo, arrastrando consigo la conciencia a tirones. Los párpados eran losas pesadas que tardaron en ceder, y cuando al fin lo hicieron, la luz lo recibió sin misericordia: blanca, densa, abrumadora.
Intentó moverse. Nada respondió. Ni los dedos, ni las piernas, ni siquiera el cuello. No estaba atado, lo comprendió pronto, pero era como si alguien hubiera vaciado su cuerpo por dentro, dejándolo relleno de plomo. Una especie de entumecimiento helado lo mantenía anclado. Solo su respiración, entrecortada y cada vez más consciente, le confirmó que estaba vivo.
Durante varios minutos no pudo hacer otra cosa más que respirar. Cada inhalación era un esfuerzo, pero también un ancla. Y fue entonces, al calmarse un poco, que notó una diferencia crucial: no estaba tirado sobre piedra, ni en el fondo de un agujero. Estaba en algo cálido… y blando. Una superficie mullida que envolvía su espalda, sus costillas, incluso la nuca. Sintió una textura que jamás había conocido, una suavidad imposible de comparar.
Con esfuerzo sobrehumano, giró apenas la cabeza. Lo suficiente para confirmar lo impensable: estaba acostado en una cama. Una cama de verdad. Ropa limpia. Almohada. Cobertor. Si no fuera por el terror que aún le devoraba las entrañas, habría llorado de alegría.
Parpadeó varias veces hasta que su visión se volvió menos hostil. La habitación era grande, pero no en el sentido de los salones vacíos o las iglesias; era grande como una promesa cumplida. El techo, abovedado, estaba cubierto de frescos marchitos: flores que parecían pintadas con dedos mojados en pigmento seco, girasoles torcidos, lirios ennegrecidos. Las paredes, cubiertas por papel tapiz desvaído, estaban impresas con enredaderas que se retorcían con la luz, como si respiraran. Había una lámpara de aceite suspendida en el centro del cuarto, su llama oscilando con la cadencia lenta de un péndulo antiguo.
Una sensación nueva se apoderó de él: miedo, sí, pero mezclado con algo más… desconcierto. Esa clase de silencio que precede a las revelaciones. Sentía que estaba en un lugar donde no debía estar, pero que tampoco lo rechazaba.
Entonces, una voz surgió del umbral.
—No fuerces tu cuerpo. El té que bebiste antes de dormir tenía calmantes suficientes para dejar a un adulto en el suelo.
La voz era suave, educada, pero carente de emoción. Como quien recita una frase dicha cientos de veces.
El niño intentó mirar hacia el sonido, pero lo que vio fue un rostro que emergía de la penumbra como una aparición. El hombre —si es que era uno— tenía la piel tan pálida que parecía hecha de leche. Su rostro era liso, sin arrugas ni expresión. Sus ojos, grandes y profundos, estaban ausentes de brillo. No parpadeaban. El cabello, peinado hacia atrás, parecía inmóvil, como si estuviera barnizado.
Llevaba un traje negro, pulcro, con un pañuelo doblado en el bolsillo. Cuando se acercó a ajustar la almohada, lo hizo con manos que parecían de madera: largas, delgadas, huesudas. Sus dedos eran tan finos que al tocar la tela apenas la movieron.
—El Marqués vendrá pronto —dijo sin emoción—. Hasta entonces, no hables. No tengo tiempo para escucharte.
El niño quiso preguntar qué significaba eso, pero su lengua era un trozo de plomo en su boca. El sirviente no esperó respuesta. Lo miró un segundo más —con esa expresión ausente, tan parecida a la indiferencia como al desprecio—, y giró con la rigidez de un autómata. Sus pasos se deshicieron en la alfombra sin hacer ruido, y la puerta se cerró detrás de él con un clic leve pero definitivo. Como si la habitación hubiera sido sellada.
El silencio que siguió fue más espeso que el aire. Podrían haber pasado segundos, o una eternidad. El niño no sabría decirlo. Su cuerpo seguía en el mismo estado: atrapado entre la somnolencia y la rigidez, como si su piel hubiera sido tejida con plomo caliente. Pero poco a poco, su conciencia dejó de tambalear.
Primero sintió el pulso. Lento, en el cuello, en las muñecas. Luego, el temblor bajo la piel, como si las extremidades recordaran su función. Los dedos de su mano izquierda se movieron levemente. Después los de la derecha. Una oleada de hormigueo le recorrió los brazos, desagradable, como si cientos de agujas diminutas despertaran con él.
Un espasmo en la pierna. Un tirón involuntario en los hombros. Poco a poco, el cuerpo entero fue recordando cómo estar presente.
Cuando al fin pudo girar el cuello, se detuvo a observar con mayor claridad el lugar en que estaba. Vio una lámpara de aceite a medio consumir; los muebles cubiertos con telas gruesas y una mesa al costado con una taza de cerámica azul: vacía, pero con residuos oscuros en el fondo.
Fue entonces cuando la puerta se volvió a abrir.
Vestía de terciopelo granate, ceñido y elegante, y cada pliegue de su ropa parecía colocado con una precisión absurda. Las mangas bordadas en hilos dorados formaban un patrón de flores muertas y espinas largas. No llevaba capa, pero caminaba como si la tuviera. Sus guantes eran negros, impecables. Y sus ojos, cuando encontraron al niño, lo miraron como quien examina una joya recién desenterrada.
—Ah. Despierto al fin —dijo el Marqués Heremond, con una sonrisa que parecía antigua—. Qué persistente eres.
Cerró la puerta tras de sí y se acercó sin prisa.
El niño trató de hablar, pero solo consiguió un sonido ahogado. Su garganta era un túnel seco. El esfuerzo hizo que su pecho se contrajera, y por un segundo temió vomitar algo que no había comido.
Heremond se detuvo a su lado y se inclinó suavemente, apoyando una mano enguantada sobre el respaldo del cabecero.
—No te esfuerces. Tu cuerpo aún está despertando. Los calmantes eran... efectivos.
Se irguió de nuevo, paseando la mirada por la habitación como si evaluara el gusto decorativo de otra época.
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Editado: 27.07.2025