La historia que una vez escuche

Los Jardines Hundidos

La ciudad se estiraba como una bestia cansada, hundiendo sus calles poco a poco en la tierra húmeda. Las torres más antiguas parecían inclinarse, como si intentaran escuchar lo que ocurría bajo el suelo. Desde los niveles altos aún llegaban los ecos de martillos y pregones del mercado, pero aquí, en los anillos inferiores, todo sonido parecía perder su propósito. La vida no desaparecía del todo: se deformaba, se disolvía en un murmullo sin dueño.
El aire olía a cobre y piedra mojada.

Allí, donde el mármol se volvía barro y los palacios se deshacían en polvo, comenzaban los caminos hacia los Jardines Hundidos.

El niño seguía al Marqués por una galería tan vieja que las paredes ya no sabían si eran piedra o hueso. A veces, el techo goteaba lentamente, dejando caer gotas lechosas que se mezclaban con el moho. Entre las grietas crecían raíces finas y tensas, aún vivas, que palpitaban débilmente con cada vibración del suelo. Parecía que el mismo abismo respiraba.
Las antorchas chisporroteaban con desgano. El aire era espeso, casi sólido, y cada bocanada raspaba la garganta.

—¿Cuánto falta? —preguntó el niño, cansado.
—El tiempo aquí no se mide en pasos —respondió Heremond sin volverse—, sino en lo que estás dispuesto a perder.
—¿Y en tiempo cuánto es eso? —replicó el chico, molesto por la respuesta.
Heremond soltó una breve risa.
—Depende de cuánto valor le des al tiempo.

Caminaron un buen rato en silencio. El niño pateaba piedras, escuchando cómo el eco se multiplicaba, como si cada golpe abriera un túnel distinto. Conforme bajaban, la oscuridad cambiaba de tono: ya no era ausencia de luz, sino una materia viva, pegajosa. Se le metía en los oídos, en la lengua, como si intentara entrarle al cuerpo.

Entonces oyó algo. Primero risas, suaves, como las de otros niños escondidos entre las ruinas. Pensó que tal vez eran saqueadores como él, chicos que conocían esos pasajes mejor que nadie y que ahora se ocultaban al ver las ropas del Marqués. No los culpaba; él habría hecho lo mismo.
Pero las risas se deformaron. De pronto sonaron más cerca… luego más lejos… luego detrás. Y después se convirtieron en murmullos apenas audibles, como si las paredes conversaran entre sí. Palabras sin lengua. Nombres sin voz.

El niño tragó saliva. Giró varias veces, buscando con la vista. Solo encontró sombras inmóviles que, por un instante, parecieron más largas de lo que debían. No quería admitirlo, pero empezaba a asustarse. Intentó convencerse de que era solo el eco o el viento colándose entre los huecos del túnel. Pero en Floraria, incluso el viento sabía mentir.

El Marqués seguía adelante, impasible, caminando con la precisión de quien repite un rito antiguo. A veces se detenía para tocar los muros; sus dedos recorrían la piedra con cuidado, como si leyera un texto oculto bajo la superficie. El niño lo observó en silencio, curioso y desconfiado. Heremond parecía escuchar algo que él no podía oír. Cada tanto inclinaba la cabeza, respondiendo a un susurro invisible.

—¿Qué haces? —se atrevió a preguntar el chico.
—Nada —respondió Heremond—. Solo compruebo que siga viva.
—¿La pared?
—La ciudad.

El niño no supo si reír o quedarse quieto. Había algo en la voz del Marqués que no sonaba a metáfora. Y entonces lo sintió: un pulso bajo el suelo, lento y grave. Como el latido de un corazón inmenso enterrado bajo kilómetros de piedra.
La antorcha tembló en su mano. Por un momento creyó ver una forma moverse dentro de la roca: un rostro efímero, o una sombra que lo observaba desde el otro lado. Parpadeó, y ya no estaba. El aire volvió a su densidad habitual.

Heremond siguió avanzando sin mirar atrás.
—Apresúrate —dijo—. La gravedad no espera a los que dudan.

El niño no entendió la frase, pero le recordó algo… una voz femenina, una pregunta, una risa.
¿Crees en la gravedad?
Sintió un escalofrío. El eco de esa pregunta lo acompañó durante el resto del descenso, como si la misma ciudad se la repitiera a cada paso.

En otro punto del laberinto, una luz flotaba entre corredores hundidos.
Beta avanzaba despacio, casi deslizándose. Su túnica blanca, ennegrecida en los bordes por el polvo, rozaba el suelo sin emitir sonido alguno. A cada paso, pequeñas nubes de ceniza se levantaban para volver a caer, obedientes.
Detrás de ella caminaban dos sombras más humanas: una mujer robusta que sostenía un farol con mano firme, y un muchacho que observaba todo con la inocencia tensa de quien aún no ha aprendido a fingir valor.

El aire vibraba con un zumbido constante, como si el subsuelo respirara.

—No hay registros de estas galerías en los mapas de la Orden —dijo el joven—. Ni siquiera en los antiguos.
—Ah, los mapas —respondió Beta con una sonrisa que no miraba a nadie—. Esas mentiras cuadradas donde los vivos fingen entender al suelo.

El comentario dejó al muchacho confundido, pero la mujer soltó un resoplido, mitad risa, mitad advertencia.
—No se burle, señora. No querrá perderse aquí abajo.
—¿Perderme? —replicó Beta, arqueando una ceja—. ¿Y cómo se pierde alguien que no busca nada?

Siguió caminando sin esperar respuesta. La luz que la acompañaba flotaba sobre su hombro, una esfera lechosa que parecía obedecerla con devoción. A su paso, las sombras retrocedían, revelando paredes cubiertas de inscripciones ilegibles y fragmentos de frescos.

El pasillo desembocó en un vestíbulo circular. Las columnas, torcidas como huesos reblandecidos, estaban cubiertas de musgo y sal. En las paredes aún se distinguían figuras humanas en pleno proceso de convertirse en árboles: bocas abiertas de las que brotaban flores, coronas que se disolvían en raíces.

La mujer del farol tragó saliva.
—Parece que alguien intentó plantar gente aquí.
—Oh, es más común de lo que crees —dijo Beta, inclinándose sobre un fresco—. Las ciudades siempre terminan cultivando a sus muertos. Solo difiere el método.




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