Ella era inocente. ¿Por qué nadie le creía? Encerrada en esa apestosa celda solo lloraba, temblaba de frío y miedo; no solo miedo. Era terror, terror a la condena, terror a su cita con la muerte, terror al fuego.
Ya los escuchaba gritar, reclamar la justicia del cielo. Afuera todos decían:
-¡Bruja! ¡Bruja! ¡Que arda! ¡Hereje, que pague!-
Intentó rezar, el miedo se lo impedía. Ella no era ninguna bruja, solo una foránea, nadie la escucharía. Deseó con fuerza poder ser una santa, si lo fuera, Dios la salvaría, como a Ananías, Azarías y Misael, que alabándole las llamas no los tocaron; o como San Lorenzo, podría aceptar las llamas con amor; si tan solo fuera virgen y tan entregada a Cristo como Santa Inés, sus cabellos la cubrirían del tormento al que la someterían; o si tan solo pudiera ser simplemente decapitada como ella.
¿Cuántos habrían sufrido ya esta condena? ¿Qué pasó por sus mentes? ¿Cuánto dolor se experimenta? Todo daba vueltas por su mente aterrorizada cuando la puerta de su celda se abrió y entraron sus verdugos. Ella luchando por su libertad se resistía, la golpeaban, pero nada le importaba ya, prefería morir allí.
Arrastrada la llevaron fuera; la pila de leña la esperaba, junto a una multitud con ansia de sangre.
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