Venteaba fresco como de costumbre, así agradable el clima en la isla San Jorge, sin embargo ya estaba llegando la hora de almorzar y el calor también iba a empezar a llegar.
Entra corriendo como de costumbre a su casa y en dos minutos terminó todo el almuerzo qué le había servido su mamá, sin importar que estuviera caliente, sin haberla esperado para almorzar juntos. El padre del niño escasamente escucho el cucharear y sonar de los platos, y la abuela que apenas veía sólo puedo sentir su pequeña presencia por unos segundos.
-¡Mateo!, ¿Dónde vas? -Gritó la madre, pero ya era muy tarde, Mateo se había vuelto a perder en la nada. Toda la semana había sido así, cómo llegaba se iba, era tan rápido que la abuela dejó de sentir su presencia cuando entraba a la casa y su mamá sólo encontraba los platos vacíos de cuando llegaba a almorzar; a su padre se le olvidó que tenía un hijo.
El caso fue tan grave que un día su madre olvidó como era Mateo, no sabía que ya había crecido ni cuánto tiempo llevaba sin verlo. Tornillos, tuercas, alambres, todo eso tenía Mateo en un gran garaje construida en la tenebrosa selva de la isla San Jorge.
Mateo seguramente era el único capaz de meterse en ese tenebroso y solitario lugar, pero precisamente por eso es que Mateo encontraba acogedor el sitio, dónde estaba construyendo el más grande regalo para su mamá, era un gran monumento lleno de artesanías y cosas que se encontraba por ahí, aunque para él no eran cualquier cosa, había por ejemplo una piedra verde qué para Mateo era una esmeralda, por eso encabezaba su monumento.
Muchas veces creyó haber acabado su creación, pero siempre faltaba una pieza o siempre tenía que reemplazar una por otra, Mateo quería conseguir el regalo perfecto.
Sin darse cuenta, pasaron más de ocho primaveras, otoños, inviernos y veranos, pero Mateo aun no finalizaba su regalo, el cual estaba pensando en volver a empezar construir ya que se está oxidando. Una tarde cuando fue a almorzar, escribió en una hoja de papel:
"mamá, papá, abuela, ya casi termino, solo espérenme un poco más"
Cuando la mamá halló la nota, no supo de quien era, ella tenía cuatro hijos y sabía que su primogénito > se había perdido hace muchos años, quedó pensativa, ya que se mencionaba a la abuela que había muerto dos años atrás, justo a la hora del almuerzo.
Mateo se vio en la obligación de construir un remolque, necesitaba sacar su monumento del garaje, pues sentía que necesitaba más piezas y este ya no cabía ahí adentro, tenía pensado continuarlo afuera, cuando lo sacara del lugar, pero adentro de la selva. Llantas, tubos, aceites y hasta un gran motor consiguió para mover el monumento.
Cada vez que Mateo volvía al pueblo a almorzar notaba que había menos cosas que de costumbre, su pueblo se estaba encogiendo, cada vez veía el final más próximo, menos cosas y menos personas.
"Es el final del sistema de cosas" pensó Mateo.
Así que quiso apresurarse a terminar su regalo, el monumento ya estaba más alto que los árboles de la selva. Tuvo varios problemas, el motor nunca quiso prender y el peso del monumento desinfló las llantas, llovió tan duro que se oxidó todo y las brisas tumbaron los adornos más preciosos del monumento, habían mil cien corazones de lana tejidos todos con un un color diferente y ahora quedaba recogerlos, limpiarlos y buscar los que la brisa se había llevado lejos.
En un invierno, a la hora del almuerzo Mateo vio que no tenía cuchara su plato, así que cogió el plato con las dos manos y se bogó todo, no tuvo tiempo de pedirle una cuchara a su mamá, y así fue por un buen tiempo, en su plato ya no ponían cuchara ni ningún tipo de cubierto, pero su afán nunca lo dejaron exigirla. La Madre de Mateo creía haberse enloquecido, pues no encontraba nada de loza, ya había pocos platos, cucharas y ollas.
Extrañamente también su marido se había perdido, aunque lo que le dijeron fue que lo vieron con otra. La madre de Mateo pensó que estaba volviéndose ciega como su madre y todos la habían abandonado por eso, sus hijos, su esposo y hasta las mismas cosas de la casa, ya no había mueble y mucho menos tenía cama, pero no se quedó sin concina, ya no tenía prácticamente nada; se acostaba en el piso a mirar las estrellas, ya que su casa también se había quedado sin techo, a pesar de su ceguera, podía ver claramente el brillo de la luna. Mateo lo había conseguido, pudo construir un paraguas enorme que cubriera su monumento y así no se oxidara, brilló la esmeralda con una esponja, recuperó los mil cien corazones y cambió las llantas del remolque.
Estaba perfecto, sólo necesitaba llevarlo a su casa que extrañamente era ahora la única casa que había en un pueblo. El monumento era tan alto que tocaba las nubes y tan ancho que tomaba tres minutos llegar al otro extremo. Era tarde y la luna brillaba como un foco enorme, Mateo arrastraba el monumento con mucha lentitud, lo empujaba con toda su fuerza, su cuerpo estaba terriblemente fatigado, caminaba como un samaritano, sediento y cansado. Su larga barba se movía de un lado a otro, al igual que los mechones de su ropa rota, desteñida, corta y ajustada, el trabajo no lo había dejado detenerse a cambiar y bañar desde hace mucho, no recordaba la última vez que lo había hecho.
Ve una cajita amarilla a lo lejos, era su casa, no habían más alrededor, absolutamente nada más, ni una persona, ni un árbol, ni un perro. Cuando ya estaba llegando, el monumento le hizo una gran sombra a pequeña casa, quedó tan oscura como si no hubiera luna, y aunque todo estuviera oscuro, Mateo caminó sin cuidado porque sabía que a la entrada de la casa no había nada con lo que pudiera tropezar, sin embargo, cuando llegó a el marco de la puerta se dio cuenta que de que ya no había puerta, frunció el ceño y cuando iba a poner su pie adentro del lugar, que estaba en absoluta oscuridad, justo en ese momento, amaneció. Vio una mesa y un plato de comida caliente, recién hecho, su mamá no estaba en la casa, no la veía por ningún lugar, sólo estaba la misma mesa de siempre, con una sola silla y el plato de comida que esta vez sí tenía cuchara.