Vestra,
Caballerizas Reales,
antes del alba,
El día todavía no había aprendido a ser día y ya olía a cuero y heno. El aliento de los caballos hacía nubes que se pegaban a las traviesas; el techo, bajo y tiznado, sudaba rocío. Aiden empujó la puerta con el hombro y la madera respondió con el quejido de siempre. Un saludo viejo entre dos que se conocen.
—Tranquilos—dijo, más para él que para ellos.
La fila de pesebreras crujió cuando pasó.
Tocó con los nudillos cada postigo, un repaso de salud: madera firme, clavo al ras, soga sin pelusa. En el cubo de remaches dejó el saco de herrajes, y la herramienta habló metal contra metal. Se arremangó. Manos de jabón frío en el bebedero, verdes pegotes en el fondo. Vació, restregó, volvió a llenar hasta que el agua devolvió el reflejo del techo como un espejo.
Fámulo, uno de sus caballos más ballos, no probó bocado. Era un potro de pelo alazán con el antifaz blanco mal pintado, oreja alerta, ojo negro como botón recién pulido. Sentía el ruido antes que llegara: ruedas en el patio, bocas desconocidas, el bronce domado de una trompeta que afinaba al otro lado del muro.
—Todo son nervios hasta que el cuerpo aprende —Aiden le mostró la palma—. Mira, no estoy escondiendo nada.
El potro olió la piel, sacudió la cabeza. Aiden le habló bajo, voz de piedra caliente, rienda baja en la mano, la otra al cuello, un rascado breve en ese sitio entre quijada y hombro que su maestra de potrillos le juró que abría puertas.
Fámulo respiró hondo. El vapor le subió en nube tibia.
—Hoy hay visita —dijo un mozo con moca en la camisa, cruzando a la carrera con un rastrillo al hombro—. Dicen que de Cardenia.
—Dicen tantas cosas —respondió Aiden sin levantar la vista. El rastrillo dejó una raya húmeda en el suelo apisonado.
Terminó de revisar herrajes en la yegua de tiro, unas uñas gastadas, hierro fiel. Golpe seco, cosa de oído. El clavo entró sin protestar. Con el canto del martillo aplastó rebabas como si alisara una discusión vieja.
En el patio crecían los carros. Estandartes apoyados de cualquier modo contra la pared, cintas que parecían nuevas, ruido de gente que no entraba pero pesaba. En los jardines —del otro lado de la puerta lateral— un jardinero dio dos golpes al suelo con la pala y maldijo por lo bajo; ese mal decir de quien se sabe visto de lejos por ojos importantes.
El Maese Rulf apareció donde siempre, grande como un ropero, con una cuerda enrollada al brazo y la barba poblada de paja. Tenía la forma de los hombres que nacen a media vara de los caballos y mueren a media vara de los caballos.
—Aiden —gruñó—, agua limpia en la hilera de la derecha, se cambian las litteras del carruaje de la reina y no esperes ayuda del palacio. Traen prisas pero se olvidan de la pala.
—Ya están —Aiden señaló con el mentón los bebederos que brillaban—. Faltan dos cajones de heno y calmar a Fámulo.
—El potro huele el trato antes que el hombre —Rulf chasqueó la lengua—. Hay acuerdo hoy, dicen. Banderas nuevas, boda vieja. Cuando vienen nobles no faltan manos pagando miedo con gritos. Manténte fuera de vista.
Aiden asintió. No fue sumisión; fue cálculo. Lo miró un segundo, esa mueca que a veces parece sonrisa pero solo es cuidado, y se guardó la frase. El maestro no ordenaba por gusto: lo hacía para que no ardiera nada que no debiera. En el lado lateral, la puerta hacia los jardines se adivinaba en la penumbra como un rectángulo más oscuro, cerrada con barra. Hoy la abrirían. Hoy, olor de rosales en caballeriza.
—Y si ves escudos —añadió Rulf—, los miras como se mira el granizo: por dónde van, nada más.
—Sí, maese.
—Los establos tragan curiosos y escupen problemas. Lo sabes.
—Lo sé.
El mozo de la moca volvió con noticias prestadas.
—Dicen que la heredera se compromete en primavera.
—Déjales hablar —Rulf le arrebató el rastrillo—. A ti te compromete esta pala y lo que levantes con ella.
Se fueron cada uno a lo suyo. Aiden barrió pasillos, cortó heno en cuñas iguales, cepilló lomos hasta ver salir el brillo suave que siempre llega cuando alguien te trata como cosa viva. La mañana hizo crecer su color de plomo a estaño y del estaño a esa primera leche de luz que los marinos juran que trae suerte si te pilla trabajando.
Fámulo volvió a resoplar. Su cuerda, atada a media altura, se tensó; el nudo pidió permiso. Aiden dejó el cepillo, acercó la cuerda baja. El truco no era tirar: era rodear el mundo del caballo con un círculo pequeño donde todo tenía salida. Voz firme. Nada de prisa.
—Aquí —susurró—. Aquí conmigo.
El potro probó, tanteó el miedo con el labio, desistió. Aiden lo premió con silencio. Aprendió que con algunos animales sobran las palabras y con otros sobran los golpes. El mayor de los aciertos consistía en acertar en cuál estabas.
En la entrada, una sombra cruzó la luz. Botas limpias, no de barro de corral sino de piedra de patio. La sombra miró pero no entró. Habló con alguien fuera, una risa corta, un “después”. Aiden no miró. Lo aprendió con Maese Rulf y con los años: si miras donde quieren que mires, pierdes el sitio.
—Aiden —llamó Rulf desde la otra punta—, dócil ese potro será mitad de un caballo útil; la otra mitad te la dará lo que le enseñe el mundo. Y el mundo hoy trae gente a la que le gusta que todo se incline.