La Ilusión de la derrota (Últimos días gratis)

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Pereyra pasó delante de la puerta principal, vio el salón vacío de clientes todavía, las mesas vestidas con sus brillosos manteles de lino blanco, las servilletas de seda enrolladas dentro de las copas simulaban el capullo abierto de una pálida flor. El maitre y dos mozos conversaban apoyados contra la barra de bebidas, en una actitud relajada que abandonarían en cuanto llegara el primer cliente; vestían pantalón y chaleco negro, camisa blanca abotonada hasta el cuello, y uno de ellos, el maitre, se distinguía de sus compañeros porque además llevaba puesto también un moño colorado. A pesar de que trabajaba en aquel restaurant desde hacía algunos años, Pereyra pensó que jamás había atravesado esa puerta doble de vidrio que daba la bienvenida y exhibía discretamente el logotipo de las tarjetas de crédito con las que se podía abonar la cuenta, y como de costumbre avanzó un poco más y dobló por un callejón oscuro donde algunos contenedores de basura despedían un olor nauseabundo que se amplificaba en el aire caliente del verano. Tocó timbre, esperó junto a la puerta de chapa despintada a que le abrieran; era la puerta de proveedores y empleados del restaurant, donde le daban la changa de lavar platos los fines de semana. El salón ocupaba toda la esquina y, según el cartel junto a la caja, tenía capacidad para ciento veinte personas. Alguien le abrió la puerta, Pereyra no pudo ver quién era porque el tipo desapareció de inmediato, caminó por un pasillo sin luces y bajó por una angosta escalera de material al sótano donde estaban los casilleros de los empleados: abrió el que decía Angel P raspado en la chapa, y sacó un delantal con manchas de todos los colores. Se tomó su tiempo hasta que subió al salón, todavía sin clientes a esa hora de la noche, y saludó al cajero acodado sobre el mostrador que ni siquiera le devolvió el saludo. Los otros mozos ahora hablaban entre sí en voz muy baja, mientras que el maitre corría unas cortinas para observar la puerta del restaurante de enfrente. Al entrar a la cocina, Pereyra sintió el calor de los hornos y las hornallas que permanecían encendidas todo el tiempo. Saludó, por orden de jerarquía, primero al maestro de cocina, que sólo se ocupaba de las salsas y de supervisar los platos que salían al salón, luego al parrillero que afilaba una hoja de cuchillo, y después al encargado de las frituras que olía a cinco metros a aceite quemado y a rabas a la provenzal. Al ayudante de cocina le hizo un movimiento de cabeza sin siquiera acercarse, le tenía un poco de miedo porque se decía que había estado preso en un buque carcelero en el mar de China. Tampoco ninguno de ellos le devolvió el saludo. Y por último Pereyra se instaló frente a la bacha, acomodó una pila de platos sucios a un costado de la mesada y comenzó a lavar lo que había quedado del turno del mediodía.

Copas, fuentes y cacerolas que ahora Pereyra dejaba relucientes, o más o menos así, mientras terminaba de repasar una bandeja para mariscos con un tramo de tela de su delantal, y sin que nadie notara que su mirada se perdía unos segundos entre el vapor de las ollas, imaginaba esos vasos que tenía sumergidos en agua jabonosa colmados con vino tinto, algún malbec con varios años de guarda en barricas de roble de origen francés. Y ya que estaba soñaba también con una mesa interminable de platos recién preparados, y en el reflejo curvo de las burbujas del agua turbia donde hundía sus manos, ahora Pereyra veía un pulpo a la gallega listo para salir al salón, y un lomo de bacalao al vapor servido con puré de remolachas y crema, una cazuela de arroz y calamares y langostinos esperaba sobre la mesada junto a una hornalla encendida, y el estruendo que hicieron sus tripas se escuchó hasta las costas de Montevideo.




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