La Ilusión de la derrota (Últimos días gratis)

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Dejó que el teléfono sonara un par de veces. Atendió.

-Oficina de Ángel Pereyra, dijo con cierta suficiencia, como si aquel nombre representara algo para alguien.

-Quisiera saber si ya tiene algunas pruebas

Pereyra reconoció de inmediato la voz de Marta. Apoyó la botella sobre el escritorio y se acomodó la camisa. A su mente vino la imagen del Falcon verde detenido en la esquina, fusibles quemados y pequeños agujeros en el pantalón. Al borde de la desesperación por no saber qué decir, dijo

            -Tengo las fotos. No fue tarea fácil conseguirlas.

            Marta lo interrumpió.

-Dígame dónde podríamos encontrarnos.

            -En mi oficina. Mañana, si le parece bien, dijo Pereyra.

La mujer colgó. Pereyra se quedó unos segundos en silencio, con el tubo en la mano. Luego fue hasta el baño, abrió la ducha y metió la cabeza debajo del chorro de agua fría. Ahora había que conseguir las fotos que había prometido. Trató de pensar, pero le fue imposible: la respiración se le aceleraba y una mano caliente le aplastaba el pecho. Se cambió con la ropa que encontró más o menos limpia dentro del armario donde se suponía habría expedientes de casos pasados, y salió al silencio del palier, cerró la puerta de la oficina, dio algunos pasos y escuchó el motor del ascensor ponerse en funcionamiento. Corrió el enrejado metálico y estudió en el espejo su misma ropa de siempre. La mano bajó por la fila de botones hasta presionar el despintado rectángulo negro de planta baja. Se abrochó el saco para ocultar el mango de su Colt que llevaba apretado en la cintura, y cuando llegó a la planta baja vio en el reflejo del espejo la figura del administrador que abría la puerta de calle y que al reconocerlo apuraba el paso. De inmediato Pereyra cerró la puerta y presionó varios botones a la vez: las cuerdas de acero volvieron a tensarse, y el ascensor lo llevó hasta el cuarto piso, donde al bajar se llevó por delante unos sifones que rodaron con peligro contra una de las puertas. Pereyra prestó atención a ver si lograba escuchar algo. Silencio. Hasta que llamaron el ascensor y pronto lo vió pasar de largo para detenerse en el sexto piso. Por el hueco de las escaleras bajaba rodando el murmullo de alguien que dos pisos más arriba maldecía en voz alta. Y después el ruido sordo y lejano de unos nudillos contra una puerta que supuso debía ser la suya. Se quitó los zapatos para no hacer ruido y comenzó a bajar por las escaleras, pero de repente resbaló sobre el mármol de los escalones: cayó sentado, rodó varios metros dando unos tumbos que le golpearon las piernas y un costado de las costillas, y un segundo después el estruendo de una explosión lo dejó sordo. Un olor picante le llenaba la nariz, en el eco de las escaleras retumbaba todavía la explosión; se había lastimado las piernas, y además una rodilla, creía que podía haberse roto una costilla o dos, y a los pocos instantes descubrió que se había disparado el arma que apareció a unos metros de su cuerpo. Asustado, Pereyra se tocó el estómago, el pecho, cuando se tocó una de las piernas la sintió mojada. La bala había impactado ahí, y ahora sangraba. Supo que no podía regresar a su departamento, el administrador del edificio estaría llamando a su puerta a ver cuándo pagaba las expensas que debía y algunas otras cosas más, así que sólo podía salir del edificio, herido por su propia arma, renguear hasta algún negocio y pedir que llamaran a una ambulancia. Una puerta se abrió, una cabeza anciana de hombre se asomó al pasillo. Qué fue ese ruido. Sin embargo Pereyra no llegó a escuchar nada, vio los labios del viejo moverse y la mirada inquisidora pero la explosión lo había dejado sordo y atemorizado. Se incorporó, para su sorpresa sin demasiado esfuerzo, tocó la mancha líquida en el pantalón, e imaginó que en otros pisos sus otros vecinos también comenzaban a salir al palier a ver qué sucedía. Buscó su arma, que había rodado varios metros más allá, y la tomó con la precaución de que no fuese a dispararse de nuevo, y empezó a bajar las escaleras con cierta celeridad; a pesar de estar herido podía caminar como de costumbre. Todavía sordo, llegó a la planta baja, pero sintió la vibración en el suelo del motor del ascensor que se ponía otra vez en funcionamiento. Alguien bajaba. Metió la mano en el bolsillo para tomar las llaves, pero en el apuro se le cayeron al piso, y segundos después logró salir a la calle. Con la luz del día, en la vereda, pudo verse mejor. No se había disparado en una pierna, la bala había salido en otra dirección, habría rebotado en las paredes y se había perdido vaya a saber dónde. Y en el susto por el estruendo, que todavía lo mantenía un poco sordo, se había meado encima mojándole el pantalón.

 

 

Pereyra caminó por la avenida Corrientes hasta conseguir fusibles para su auto. Rambler año setenta y dos había repetido frente a las distintas personas detrás de aquellos mostradores de negocios de repuestos de autos, hasta que por fin encontró lo que buscaba cerca de la avenida Rivadavia, en un local oscuro y angosto que parecía no tener luz. Cuando regresó al garaje donde guardaba su auto, se acercó a su Rambler y quitó la funda improvisada de papel de aluminio que había hecho la noche anterior; colocó el fusible nuevo y puso contacto. El auto arrancó sin problemas. Pereyra levantó la mirada y se prometió un trago de whisky por la pequeña victoria. Volvió a salir a la calle y buscó un puesto de flores. Junto al puesto, un kiosco de diarios y revistas.

En los titulares:

JUNTA  MILITAR PROMETE  ENTREGA DEL  PODER  A  CIVILES PRONTO

REVELAN  A  JEFE  NAVAL  POR  TOMAR  CONTACTO  CON  POLÍTICOS

Y en letras más pequeñas, abajo:

CHILE  COMPRA  A  LOS  INGLESES  BARCO  QUE  PELEÓ  EN  MALVINAS




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