La Ilusión de la derrota (Últimos días gratis)

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Marta llevaba un vestido azul, muy corto, ajustado a la cintura, con botones dorados a la altura de los pechos, y una guarda roja sobre el vientre. El pelo recogido dejaba ver el cuello, blanco y largo. Pereyra la observó por unos segundos, y no pudo evitar bajar la vista. Zapatos negros, medias color piel.

-Pase por favor, dijo Pereyra.

Le hubiera gustado decir alguna otra cosa, pero no se le ocurrió nada más. Marta entró a la oficina.

-Pensé que no estaba, dijo Marta con algo de reproche, que había olvidado nuestra cita.

-Por nada del mundo. Como podrá ver, dí órdenes para que nos dejaran solos.

Marta miró el escritorio desocupado de Susana. Pereyra sintió que tenía los dedos húmedos y fríos, y la vio avanzar hacia su despacho. 

-Mi pedido no es un capricho, Pereyra ¿puedo llamarlo así, verdad?

-Con todo placer. Y créame que la entiendo, dijo Pereyra sin saber en realidad qué motivaba a esa mujer para negarse a que alguien la viera entrar a su oficina. Al arrimarle la silla sintió que cada gesto de cortesía era un mérito que nadie podría quitarle. Poco a poco ganaría su confianza, y un día, casi sin darse cuenta, estarían yendo juntos al supermercado, ella pagaría con tarjeta de crédito y él cargaría las bolsas en la cupé taunnus negra que habrían comprado juntos.

-Pereyra ¿me está escuchando?

Pereyra prestó atención. 

-Dígame lo que pudo averiguar.

El hizo una pausa para pensar en lo que iba a decir, pero no tenía nada que informar, o peor aún, lo que podía contarle a la mujer que ahora bajaba la mirada como si anticipara una trágica noticia no consistía en prueba alguna.

-Como usted sabrá, dijo Pereyra, he montando guardia frente a su departamento durante algunas noches. Había comenzado bien, había que seguir así. En una de esas guardias, pude averiguar que su marido, el pasado viernes, para ser más precisos, el viernes por la noche, salió de su casa alrededor de las doce. Todo seguía dentro de lo verosímil, por el momento. Así que tuve la oportunidad de seguirlo y comprobar que…. Hizo una pausa, y al escrutar los ojos de la mujer supo que se metía en un problema del que no podría salir sin hacer trampa. Sintió un vértigo repentino, la necesidad de un largo trago de whisky. Que su marido, ese viernes, por la noche, a eso de la doce, el pasado viernes. Sólo debía apaciguar el relato para darse tiempo a pensar

-Dígamelo de una vez. La voz de Marta sonó enojada, y vulnerable al mismo tiempo.

-¿Está segura de lo que me pide? Pereyra sintió el poder que sienten los que saben que sus mentiras tienen el poder de calar hondo.

-Estoy preparada. Diga lo que sabe, por favor.




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