Pereyra estacionó su Rambler frente al edificio del sujeto de la foto, en el mismo lugar donde había estacionado noches atrás. No sabía por qué había regresado, o sí sabía. Quedarse en su oficina, solo allí, encerrado entre aquellas paredes que le recordaban otra vida, y a la mujer que lo había abandonado, resultaba insoportable incluso si todavía le quedaba en la botella algo de whisky. Había que salir a la calle, buscar algo que hacer, algún lugar a donde ir, aún con el peligro de andar de noche pegado al cuerpo; cualquier patrullero que apareciera de pronto representaba la posibilidad de que se lo llevaran preso, y más cuando en los bolsillos ocultaba un arma para la cual no tenía ningún permiso. Sin embargo Pereyra sentía que ya formaba parte de la escena, la calle ancha y empedrada, las farolas encendidas en la vereda, su luz dorada a través de la fronda de los árboles, y las sombras tocando el suelo, sobre las baldosas y las piedras de la calle, dibujando con el viento sus formas arabescas, y esas fachadas de esos edificios importantes, con sus escalones de mármol y sus barandas de bronce, y las miradas suspicaces de los porteros del otro lado de los vidrios. Era ahí adónde debía estar, detrás del Falcon del sujeto de la foto, que ahora veía estacionado a escasos metros de donde él había detenido su auto. La oscuridad dentro del pecho se atenuaba, era la sensación de cumplir con su deber, de cumplir con Marta. Entonces cerró los ojos y puso la mente en blanco. No le costó mucho poder hacerlo. Y minutos después volvió a pensar en esa mujer que lo había contratado, ahora imaginaba un próximo encuentro con ella, la posibilidad de un nuevo sobre con dinero. Esta vez todo saldría como lo había planeado, estaba seguro. El ruido de un camión recolector de basura le hizo pegar un salto en el asiento; metió la mano en la sobaquera para buscar su arma, en el apuro los dedos se le enredaron en los pliegues del saco; si realmente hubiese necesitado protegerse para ese entonces ya lo habrían liquidado. A través del parabrisas comprobó que el Falcon seguía en su lugar. Levantó la vista y encontró sus ojos hinchados en el espejo retrovisor. Hacía mucho tiempo que no era capaz de dormir ocho horas seguidas sin despertarse en medio de la noche. La luz del balcón del departamento del sujeto de la foto continuaba encendida, era el séptimo piso. Todo está bien, se dijo Pereyra para tranquilizarse, pero igual buscó debajo del asiento y de inmediato recordó la promesa: la botella no se movería de su despacho: un trago a la mañana, otro al mediodía, dos más a la noche al regresar de la guardia. Eso sería todo.Algunas horas más tarde, de madrugada ya, Pereyra vio al sujeto salir de su edificio; iba vestido con un sobretodo de cuero negro, sus movimientos eran rápidos, cruzó por el medio de la calle y abrió la puerta de su Falcon. Pereyra encendió el motor y puso primera. Con un pie hundido hasta el fondo del embrague y el otro apenas sobre el acelerador, esperó a que el sujeto subiera a su auto. Se concentró en las luces traseras del Falcon que segundos después llegaron a la esquina, donde por un momento se hicieron más fuertes para luego seguir camino hacia la siguiente bocacalle. Pereyra esperó unos segundos y arrancó. Durante el recorrido siguió al Falcon a unos cien metros de distancia, y cuando el semáforo cambiaba a rojo él disminuía la velocidad y se estacionaba entre los autos junto al cordón, a mitad de cuadra o lo más lejos posible de la esquina, hasta que el semáforo volvía a verde, entonces aceleraba para no perderlo de vista y otra vez buscaba en vano la botella debajo del asiento. Una foto al bajar del auto, pensó. Otra junto a su amante, una más al besarla, y una última foto entrando al hotel. Con eso sería suficiente. Sin embrago Pereyra se dio cuenta de que se alejaban del centro, y minutos después andaban por un barrio humilde, de casas bajas y mal iluminadas; el Falcon disminuyó la velocidad, apagó las luces y dobló por un pasaje angosto y oscuro que nacía cerca de una avenida poco transitada. Pereyra pasó despacio y alcanzó a ver el Falcon entre las sombras, continuó su marcha y estacionó su auto en la avenida. Apagó las luces, pero dejó el motor en marcha con las llaves puestas. Su auto era el único en esa calle. Con la cámara de fotos en la mano caminó hasta el pasaje, que había quedado a unos doscientos metros de donde estaba. Una foto al bajar del auto, pensó. Otra junto a su amante. Una más al besarla. Y una última sobre el capot, donde –créame Marta que es verdad- hacían el amor a los gritos. Finalmente Pereyra se asomó al pasaje: apenas podía verse la figura del sujeto junto al Falcon, las angostas veredas llenas de basura, unas cajas de cartón ¿Qué clase de mujer lo esperaría en un lugar así? Pereyra preparó la cámara y trató de hacer foco, pero la imagen no era más que una mancha oscura en el visor. Imposible conseguir algo que pudiera servir. Había que utilizar el flash. Pero entonces el sujeto se daría cuenta de todo. Alguien apareció detrás del Falcon. No era una mujer. De algún modo Pereyra supo que el sujeto y el hombre se conocían. Otro hombre apareció en escena: rodeó el Falcon y se detuvo; llevaba las manos en los bolsillos y miraba hacia ambos lados del pasaje. Pereyra debió ocultarse y por un momento pensó en huir.
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Editado: 29.05.2024