Era una galería oscura, la mitad de los locales habían sido abandonados hacía ya unos cuantos meses, y a través de la mugre de los vidrios se veían cajas vacías desordenadas por el suelo y unos maniquíes desnudos y destartalados. Antes de entrar al negocio de Roberto, Pereyra miró letras de neón: la S y la E encendidas, la X quemada. Era un sex shop de mala muerte, y Roberto no estaba solo, una chica de unos veinte años repasaba sin ganas los mostradores. En aquel local, detrás de una falsa pared, se escondía el verdadero negocio de ese tal Roberto que de seguro tampoco se llamaba así. Roberto dejó el diario que leía junto a la caja, se quitó los lentes y después de unos segundos dijo Buenas tardes, escrutando al tipo que entraba a su local. Lo dijo en un tono que a Pereyra le resultaba extraño o peligroso, una suerte de simpatía y desconfianza al mismo tiempo, de conocerse de toda la vida y de ocultar la mano que sostiene el puñal; de inmediato Pereyra se dio cuenta que Roberto no lo había reconocido, hacía mucho tiempo que no venía a su local. La chica que repasaba los mostradores lo miró de pies a cabeza, fijándose en el barro que traía en los pantalones y en los zapatos maltrechos después de la huida de la noche anterior.
Unas luces se encendieron en el techo, estaban programadas para hacerlo así, permanecían apagadas y de pronto se encendían y ahora el rostro de Roberto y las repisas se borroneaban para formar un solo objeto, una imagen sin profundidad teñida de un rojo brillante que se volvía cada vez más oscura hasta apagarse otra vez. Pereyra sintió una puntada en la cabeza y el estómago revuelto; se dobló sobre sí mismo para apoyarse en el mostrador, y sus manos contra el vidrio quedaron a unos centímetros de aquellos consoladores de silicona que se ofrecían a la venta. Por un momento temió que la vitrina no soportara el peso de su cuerpo, temió romperla y más que cortarse las manos y las muñecas temió tener que gastar los últimos pesos que le quedaban en reparar los daños. Segundos después se incorporó. Ya sin la puntada en la sien, pero todavía con el zumbido en la cabeza, pudo ver la cara de Roberto delante de las repisas iluminadas por la luz parpadeante que bajaba desde algún lugar del techo, la sombra de la chica de la limpieza, su propia sombra quieta.
-Buenas tardes, dijo Pereyra, sabiendo que Roberto ya lo había reconocido.
Quiso darse vuelta, descubrir los ojos de la chica que al pasar de este lado del mostrador había quedado a sus espaldas; giró para verla, ahora ella había abierto unas vitrinas y limpiaba esos penes de goma que se ofrecían uno junto al otro en unas estanterías; los tomaba con sumo cuidado, y les pasaba un trapito de arriba hacia abajo como si los masturbara, pero con total indiferencia.
-Me encargaron un trabajo, dijo Pereyra. Para eso necesito tomar unas fotos.
-Bueno, cámaras nuevas no tengo. Usadas, si al señor no le molesta.
Roberto lo miró cómplice, pero Pereyra no le prestaba atención. Bajó la mirada por el cuerpo de la chica; estaba mal vestida, tenía una remera blanca ceñida al cuerpo, un pantalón corto algo infantil, y un par de sandalias amarillas y muy gastadas.
Cuando Roberto hablaba de cámaras usadas se refería a las cámaras de foto que les robaban a los turistas japoneses que se paseaban por el centro.
-Tengo estas, dijo Roberto. Abrió un cajón, lo escuchó decir Acá no están. ¿Dónde están las cámaras, Rosita?, Ah ya sé. Abrió otro cajón donde sí estaban.
-No estarán marcadas, ¿no? preguntó Pereyra.
Roberto no contestó. Tomó las tres cámaras, le dijo a Rosita Si viene alguien decís que vuelvo en unos minutos, y abrió la puerta que simulaba ser un tramo más de pared, haciendo que las repisas que sostenían unas cajas de unas esposas forradas en una tela de peluche color fucsia formaran un ángulo recto con el resto de las repisas.
-Vení, pasemos atrás, dijo Roberto.
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Editado: 29.05.2024