La Ilusión de la derrota (Últimos días gratis)

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Al salir de la galería, Pereyra encontró una camioneta del ejercito estacionada en la puerta. Tres uniformados hacían guardia, aunque sin prestarle verdadera atención a nada; eran soldados jóvenes, no querían estar ahí ni hacer eso a lo que estaban obligados, con su arma apuntando al piso. El solo hecho de verlos generaba miedo. Pereyra bajó la mirada y pasó delante de ellos: el mango del Fal, borceguíes negros, su propia sombra en la sombra militar. A mitad de cuadra apuró el paso, volvió a respirar y llegó a la esquina. Recién entonces se dio cuenta de que llovía. Se refugió bajo el toldo de un kiosco de diarios, y de ahí adentro salió un hombre que preguntó algo que Pereyra no llegó a escuchar, porque la lluvia repiqueteaba en los techos de chapa del kiosco; una gota de agua sucia se filtró por el techo y le dio justo en medio de la cabeza, se deslizó por el lado izquierdo de su rostro y se demoró un instante en la punta del mentón, hasta que cayó a la vereda, dejando sobre la piel y a su paso un delgado hilo de mugre. Pereyra miró la pila de diarios sin vender.

 

En los titulares:

JUNTA  MILITAR  ADVIERTE  A  TRABAJADORES  POR  INTENTO  DE  HUELGA

DESPIDOS  EN  EL  CHACO  POR  FALTA  DE  FONDOS  PROVINCIALES

Y en letras más pequeñas, abajo:

FAMILIARES  DE  PRESOS  DENUNCIAN  EL ESTADO DE LAS CÁRCELES 

 

El hombre ahora preguntaba, más impaciente que antes frente al silencio de Pereyra, si quería llevar el diario donde Pereyra había fijado su mirada o era que pretendía leerlo gratis, y pero Pereyra pareció sorprenderse con la pregunta porque se había quedado pensando en otra cosa, cuando al levantar la mirada encontró, con cierto estremecimiento a causa de los recuerdos que le producía el ruido de la lluvia chocando sobre las chapas que tenía sobre su cabeza, al perro que había recogido en los depósitos abandonados algunas noches atrás, aunque ya no recordaba bien cuándo, que con un movimiento mecánico se acomodaba junto a una pila de revistas para inclinarse un poco de costado como si levantara la pata que ya no tenía y ponerse a mear. Pereyra miró hacia el pecho del hombre dentro del impermeable que lo protegía, y demoró la respuesta de si quería comprar un diario o no el tiempo suficiente para distraer al kiosquero y que el perro terminara de mear esos ejemplares de la revista Gente. Cerró los ojos, y al abrirlos tuvo la sensación de que el perro le sonreía. Una mujer se cobijó también debajo del techo y pidió una revista de arquitectura; fue cuando Pereyra aprovechó para rodear el kiosco por el lado del cordón y alejarse del lugar. El perro pareció oler algo en el aire, y lo siguió.

Le dijo al maitre que necesitaba ver al dueño, que el dueño no lo conocía y que por eso no le decía su nombre. Eligió una mesa apartada, cerca de la cocina, y esperó mientras abría un paquetito de grisines y se guardaba el resto en el bolsillo del pantalón. Grizines y pelusas de bolsillo. Un segundo antes de que un mozo empujase la puerta vaivén que conducía a la cocina, pidió un poco de manteca y sal, y después de que el mozo dejara sobre el mantel blanco cubierto por otro mantel color salmón unos pancitos de manteca en un platito de metal y le acercara un salero que estaba en una mesa desocupada,  Pereyra comenzó a observar, mientras se lamentaba porque no podría llevarse en el bolsillo la manteca que pronto se derretiría, al muchacho que en esos momentos controlaba la caja registradora, al otro empleado a un costado de la caja que Pereyra supuso se encargaba de los fiambres y las bebidas, y a los cinco mozos cada uno de ellos con su bandeja apoyada en la palma de la mano, que entraban y salían al empujar con las piernas, según tuvieran o no las bandejas llenas de platos y bebidas, las puertas vaivén que separaban el salón de la cocina donde debía de haber, por lo menos, otros cuatro o cinco empleados, según calculó Pereyra por la cantidad de mesas del restauran: un maestro cocinero y dos ayudantes, alguien encargado sólo de las salsas, un parrillero y un lavacopas, todos atentos y listos para cocinarle un plato de pastas y servirle un buen vino con algunas piedritas de hielo en la copa, traerle pan negro y pan blanco y manteca bien fría y un salero y al fin, cuando no tenga más remedio que desprenderse el botón para liberar al estómago lleno de pastas y vino y de pan y grisines y manteca, algún postre que todavía no había imaginado, y sobre todo que al final de la noche, pensó Pereyra, no le acercaran ninguna cuenta hecha por el empleado que ahora lo miraba, el mismo empleado que pronto me dará las gracias, se dijo Pereyra, las gracias y un apretón de manos o una palmada en el hombro y nuevamente las gracias por el dato y por ser tan buen detective. Sí, esto que estaba por hacer era una buena idea, pensó.




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