La Ilusión de la derrota (Últimos días gratis)

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Con el sol de la tarde aplastado contra la espalda, y las miradas filosas de los que se daban cuenta de que en un pie llevaba un zapato blanco y en el otro algo de colores, que no era un zapato ni un yeso sino un trapo atado al tobillo izquierdo donde le faltaba el otro zapato que había perdido, Pereyra salió de su edificio envuelto en un mareo nebuloso y como pudo caminó un par de cuadras por la avenida Corrientes en dirección al tránsito, hasta que junto a un semáforo alcanzó a ver un trozo de suela y luego la tela blanca con sus tres líneas grises debajo del nylon negro de una bolsa de basura. Se detuvo y miró a su alrededor, pero a esa hora, y con ese calor, no había mucha gente por la calle. Una vez deshecho el nudo se quitó el trapo y quedó descalzo, rompió la bolsa de basura, y sentado en el cordón de la vereda, se quitó también el zapato que llevaba puesto y se probó las dos zapatillas que había encontrado; le quedaban un poco ajustadas, pero servirían. Cuando se paró y dio unos pasos para probárselas, las sintió un poco mejor. Ahora se parecía más a un ser humano, faltaba que le dejara de doler el cuerpo y que la sangre no le gritara desde adentro por un poco más de alcohol.

 

La noche anterior, y buena parte de la mañana, Pereyra había dormido dentro de la bañera, aunque le parecía que en algún momento cerca del mediodía había logrado levantarse y llegar hasta la cama, tomar algunos tragos y volverse a dormir, a pesar de los esfuerzos de Susana que había llegado a su puesto de trabajo y que lo había estado observando desde el escritorio del living a través de la puerta de su despacho abierta; a lo largo del día, siendo que nadie había llamado por teléfono y ella no había hecho otra cosa más que ver en el televisor una novela tras otra, Susana había intentado despertarlo acercándole a la boca un café, dos, cuatro cafés que Pereyra bebió sin abrir los ojos y siguió durmiendo.

Ahora estaba en la calle, con esas zapatillas que alguien había tirado, tenía otra vez algo que le protegía los pies en esta jungla de cemento, y sin otra cosa más que hacer se detuvo a media cuadra y se quedó viendo los autos pasar por la avenida; estaba como atontado, los chasis brillantes de los vehículos bajo aquella fulminante luz solar se volvían una mezcla de colores difusos, lisérgicos, y la idea de que tal vez los golpes que había recibido le habían hecho algún daño interno comenzó a preocuparlo, cuando alguien le tocó el hombro.

-Señor Pereyra.

Era la voz de una mujer. Una voz que él conocía. Al darse vuelta la vio: Marta llevaba en el pelo una tiara adornada con pequeñas florcitas blancas, en la mano sostenía una cartera rosada que hacía juego con su vestido también rosado, que se ajustaba a su cintura pero que se holgaba a la altura de las rodillas, y en los pies unos zapatos abiertos de verano dejaban ver la punta de los dedos donde las uñas estaban pintadas también de rosa. 

Entonces Pereyra sintió que la imagen de Marta frente suyo era una especie de aparición, como lo hiciera una virgen que se revelara de pronto ante el moribundo en la exhalación final.

-Necesito hablar con usted, dijo ella, o al menos eso creyó entender Pereyra que la vio mover los labios detrás del ruido de los motores de los autos. Marta lo miró, no había sorpresa en sus ojos, como si esperase encontrarlo así, en ese estado. Pereyra todavía no terminaba de despertarse del sueño que lo había retenido hasta bien entrada la tarde, a pesar de todos esos cafés de Susana y la insistencia para que abandonara la cama y se pusiera a trabajar. Y tampoco confiaba del todo en que aquello estuviera sucediendo de veras, hasta que el perfume de aquella mujer llegó hasta él, y él se vio en sus ojos, y entonces se lamentó de estar así, sucio, lastimado, y con unas zapatillas que acababa de encontrar en la basura.

-Tengo una mala noticia para usted, dijo Pereyra, aunque no le hablaba a esa mujer sino al aire caliente que lo rodeaba, como si ella fuese etérea, o estuviese en todos lados. Continuó: Su marido... bueno, lo he estado siguiendo…. No es lo que habíamos pensado.

Pereyra bajó la mirada, le costaba asimilar el ruido de los autos a su alrededor, el calor que subía desde el asfalto, el temblor en las manos por el hambre y por los golpes recibidos, y a ella misma, a esa mujer que aparecía de la nada, como salida de uno de esos tráileres que usan en los sets de cine cuando filman en el exterior: estaba radiante, luminosa, el sol le daba de lleno sin lastimarla, ajena al calor y al ruido y al hombre demolido que tenía enfrente, como si no perteneciera a la realidad o estuviera más allá de todas esas cosas.  

-Su marido, Marta… Pereyra buscó las palabras en su mente, se le dificultaba pensar. No se escapa de usted para encontrarse con amantes… creo que anda en algo pesado.

            Cuando levantó la mirada, Marta ya no estaba.

No es más que un sueño, pensó Pereyra. Todo esto no es más que una pesadilla.

Entonces supo que bastaba con darse vuelta en la cama para darse cuenta de que tenía razón, no se había despertado todavía. Cuando metió la mano en el bolsillo del saco y encontró un sobre en cuyo interior Marta le había dejado, antes de marcharse, algo más de dinero.

 




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