La Ilusión de la derrota (Últimos días gratis)

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Antes de salir de su despacho, donde se había guarecido del mundo durante las últimas cuarenta y ocho horas, Pereyra estiró un poco la camiseta de modo que le cubriera parte de los calzoncillos, entornó un poco la puerta para asegurarse de que Susana estuviera distraída con alguna cosa y atravesó el living entre diálogos venezolanos y el reflejo del televisor. Susana estaba sentada en su escritorio, y no le prestó la menor atención. Con el rabillo del ojo Pereyra pudo ver que Susana comía algo de una bandeja de plástico. Al regresar al despacho le pareció escuchar que sonaba el teléfono, aunque podría ser que en la novela alguien estuviera haciendo una llamada. Por un instante todo quedó en silencio; Susana, con el brazo plegado y el tenedor cargado de arroz y pollo muy cerca de los labios entreabiertos, pareció darse cuenta de que alguien llamaba. Pereyra se quedó con el pie de la media azul sobre la alfombra del despacho y con el otro pie de la media negra sobre la alfombra del living. Un segundo antes de los comerciales la pantalla del televisor quedó en blanco y esta vez Pereyra escuchó la campanilla del teléfono en su propio escritorio. Alguien llamaba. Segundos después, la voz de Susana:

-Señor Pereyra, es la señora Marta.

Pereyra abandonó la picazón en la panza, aplastó el pelo detrás de las orejas y le hizo un gesto para que pasara la llamada. Se sentó en la cama –ya no había tiempo de acomodar el escritorio y las sillas—, abrió grande la boca y esperó a que cayera la última gota de whisky. Luego apoyó el dedo en el botoncito que titilaba y que hacía pasar las llamadas de un teléfono a otro, levantó el tubo y giró sobre la silla; más allá de las terrazas de los edificios, unos nubarrones funestos oscurecían el cielo.

-Ángel Pereyra, detective, dijo dándose importancia.

Del otro lado del teléfono nadie contestó. Cuando Pereyra volvió a mirar hacia delante, Susana había abandonado la recepción y se apoyaba bajo el marco de la puerta de su despacho; sus manos planchaban la tela símil piel de leopardo de la blusa y sus ojos estaban fijos en el tubo del teléfono. La bandeja de plástico con arroz y pollo había quedado sobre el escritorio de recepción.

-Angel Pereyra, detective, volvió a decir, pero esta vez con un hilo de voz.

-Buenas tardes.

Pereyra reconoció la voz de Marta. Susana dio un paso hacia adelante para escuchar mejor, aunque Pereyra le volvió a indicar con un gesto de la mano que regresara a su escritorio, pero ella no hacía caso y se acercó incluso un poco más.

-Discúlpeme, señor Pereyra, pero no puedo hablar ahora. Mi marido puede regresar en cualquier momento.

Pereyra se acomodó mejor en la silla.

            -Por algo me ha llamado, dijo Pereyra.

-Usted no entiende. Necesito las fotos que me prometió..., ya no puedo seguir así.

Le pareció que Marta lloraba. Llora por amor, se dijo al apartar el tubo del teléfono para que nadie, es decir Susana, a unos pocos metros, y Marta del otro lado de la línea, pudieran escuchar sus pensamientos.

-Sígalo de cerca. Sé muy bien que en los próximos días va a suceder algo definitorio. Lo presiento.

Del otro lado de la línea, después de lo que a Pereyra le pareció un suspiro, y mientras giraba un poco el cuerpo para ver a Susana cada vez más cerca de su escritorio, escuchó que colgaban. Pereyra se quedó inmóvil, el brazo en alto que sostenía el tubo como un idota. Susana dio unos pasos hacia el escritorio y le arrancó el tubo de las manos.

-Necesito que me pague, dijo Susana. Hace tres meses que estoy trabajando gratis.

Pereyra la miró, y supo que estaba acorralado. Solo se le ocurrió decir:

-Hace unos días vi morir a un hombre. Estaba enfrente mío, y terminó con un balazo en la cabeza. Hizo una pausa para que Susana tomara dimensión de lo que decía. Este caso no es lo que parece. No hay tiempo de andar fijándose en pequeñas cosas. Tendrá su dinero a su tiempo, antes no.

El portazo lo derrumbó en la silla. Cuando Pereyra salió al living comprendió que Susana se había marchado, tal vez para siempre. El televisor había quedado encendido, y en la bandeja de plástico que había dejado, una pequeña cucaracha voladora avanzaba sobre los últimos granos de arroz.

 




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