La Ilusión de la derrota (Últimos días gratis)

18

Un olor áspero, salado, suspendido en el aire penumbroso de aquel sótano donde Pereyra se cambiaba de ropa, se le metía por la nariz y por la boca y le hacía pensar en grandes bandejas cuadradas y poco profundas en las que sumergían en leche durante varios días lonjas enteras de bacalao noruego. Pereyra no veía el bacalao, pero sabía que estaba ahí, en algún rincón sobre unos cajones de gaseosas, tapado por un tramo de alguna sábana vieja, a resguardo de que al gato que tenían para ahuyentar las ratas no se le ocurriera mojarse los bigotes. En el piso superior, el salón ya estaba lleno de clientes, y su murmullo descendía por las escaleras y se apagaba contra el cuerpo redondo y quieto de Pereyra, que ahora miraba sin mirar su saco colgado de la percha en su casillero; había llegado tarde al trabajo, varias horas tarde, y tenía un mal presentimiento. Un momento después, se acomodó el delantal y subió. El maestro de cocina le daba los últimos toques a una casuela de mariscos, y Pereyra estuvo tentado de quemarse los dedos con tal de acceder al privilegio de unas papas cortadas a la española que ya se estaban dorando dentro de la sartén sobre una hornalla encendida. Al levantar la vista, notó que nadie lo saludaba. El hecho no lo sorprendió. Un mozo entró a pedir un lomo de atún, lo miró con cierta sorpresa, y le dio una palmada en el hombro. ¿Ya te dijeron? Pereyra dirigió su mirada al ayudante de parrilla, un tipo de esqueleto pequeño, algo encorvado, que por lo general se mostraba dispuesto a intercambiar algunas palabras sueltas mientras trabajaban, en busca de alguna pista o la confirmación de su mal augurio, pero cada uno en la cocina se ocupaba de lo que hacía, y el ayudante de parrilla desvió la mirada de la mirada de Pereyra y con el atizador golpeó unas brasas que se partieron en varios pedazos pequeños. Lo ignoraban, como de costumbre, incluso podría decirse que aún un poco más. Cuando se acercó a la bacha en donde ya debían acumularse los platos de varias horas de trabajo, Pereyra descubrió una horrible máquina pintada de color verde; a un costado, en una etiqueta ovala y de metal, leyó: Dishwasher Machine, T1000, Made in Germany. El aparato tenía forma rectangular, de medianas dimensiones, donde por un extremo los mozos dejaban los platos sucios sobre una cinta deslizante que se asomaba como una lengua negra y de goma, y un momento después los platos aparecían por el otro extremo, limpios y listos para que alguien los secara. Pero eso de secarlos ya lo hacía el viejo que pelaba los pescados, un tipo con brazos flacos y largos como remos, al que le decían lucifer, porque según él mismo aseguraba, una vez se le había aparecido entre las tripas de una corvina rubia el rostro sonriente de satanás. Cuando Pereyra apoyó una mano sobre la máquina que le había quitado el empleo, y la sintió temblar como si estuviese viva y feliz de estar haciendo su trabajo, el viejo que solía pelar los pescados lo miró con recelo y emitió un gruñido de animal acorralado. En ese instante, Pereyra quiso tener el coraje de tomar el cuchillo ese que usaban para cortar fiambre y hacer saltar resorte por resorte de aquel artefacto endemoniado que nunca –nunca— podría reemplazarlo; él era un buen empleado, si faltaba o llegaba tarde era siempre por causas mayores o ajenas a su voluntad, y si se le rompía algún plato en las manos escondía los pedazos de losa detrás de las bolsas de harina sin que nadie se diera cuenta. Por qué preferían aquella máquina inútil y miserable, aunque miserables eran los dueños que habían decidido ahorrarse los pocos pesos que le pagaban. Ya no van a necesitarlo, dijo al fin el viejo de los pescados al sacar la vajilla que la máquina le ofrecía; su voz era la voz de un ciego, pero el viejo lo miraba a los ojos para asegurarse de que Pereyra había entendido el mensaje de mandarse a mudar. A la altura del pecho la angustia se dividía en dos mitades iguales; Pereyra las sintió caer por su cuerpo, desdoblarse en los brazos y en las manos, hasta llegar a los dedos que se cerraron en puños apretados, y que de repente golpearon a la máquina con todas sus fuerzas. El personal dejó lo que hacía para verlo retorcerse de dolor: el metal que protegía el mecanismo era demasiado grueso. Enseguida entraron dos mozos a pedir nuevos platos y entonces otra vez cada uno a lo suyo. Pereyra bajó al sótano, se quitó el delantal que arrojó al suelo, abrió la puerta de su armario y se puso otra vez el saco que había dejado momentos atrás colgado de la percha; con las llaves raspó su nombre escrito en la puerta para tacharlo, y supo que aquella era la última noche que usaba ese delantal harapiento, y que aquel ya no era su armario. La trajeron los dueños la semana pasada, escuchó que alguien decía. Era una cabeza de bacalao que le hablaba desde la penumbra. No. Al darse vuelta encontró la silueta oscura de un hombre, sentado sobre un cajón de frutas; era el encargado del restaurante; fumaba, y la brasa caliente del cigarro era la único que lograba verse con claridad, subir y bajar en el aire.

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