La Ilusión de la derrota (Últimos días gratis)

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Amanecía, el cielo se había vuelto rojo, la luna debía estar en algún sitio, detrás de aquel manto rugoso de nubes tal vez. La claridad del día no llegaba todavía, pero no faltaba mucho tiempo para que la ciudad comenzara de veras a funcionar. Pereyra se detuvo, había caminado durante horas, el paragolpes del auto que lo había atropellado le había dejado un dolor amargo en las piernas y las rodillas peladas, pegoteadas con restos de sangre ya seca; supo que había llegado a donde quería por la referencia de la autopista que aparecía a lo lejos, que bordeaba y afeaba la costa del rio, como sostenida en el aire por sus propias luces. Pereyra descubrió su Rambler a unos cien metros dentro del playón donde se llevaban los autos mal estacionados; para entrar había que sortear un tejido de alambre perimetral bastante alto, y las cámaras de vigilancia. Frente a él estaban las huellas de barro dejadas por las grúas la noche anterior, esas dos cintas marrones sobre el fondo negro del asfalto. Los vehículos secuestrados se amontonaban uno al lado del otro, en hileras de colores, algunos parecían estar ahí desde hacía meses, tenían las cubiertas desinfladas y estaban cubiertos por una fina capa de tierra suelta que les hacía perder el poco brillo que les quedaba en la pintura; en otros autos, los vidrios rotos dejaban entrar a las palomas que hacían nido en su interior, y los llenaban de plumas y de piojos. A Pereyra le pareció que el playón era una cárcel de viejos autos delincuentes. Una débil luz de mercurio se disolvía en el aire, antes de alcanzar los techos de los autos, y de vez en cuando se escuchaba el rumor apagado de un auto que pasaba por la autopista. Pereyra caminó junto al cerco perimetral, hasta la única puerta de acceso, donde había una barrera baja, una caseta pintada de verde y un poste de alumbrado; a un lado se veían las grúas municipales que no cumplían servicio durante la noche, y puesto que recién amanecía, todavía estaban quietas. Pereyra entró en el círculo de luz que envolvía la entrada, se asomó y descubrió en el interior de la caseta un almanaque de pared del año anterior que mostraba la foto de una mujer desnuda, un escritorio vacío de planillas y lapiceras, y la cartuchera con el arma reglamentaria del guardia de seguridad colgada de la silla, en la que un hombre dormía con la boca abierta. El ruido del motor de un micro o de un camión se prolongó unos segundos en el aire. La mujer del almanaque le hizo pensar en Marta, aunque ella no era tan joven y él nunca la había visto desnuda; sonreía a la cámara, era una mujer joven, hermosa, tenía su brazo derecho plegado aplastándole las tetas, y detrás de ella se veían unas cubiertas de auto marca Pirelli desplazando hacia ambos lados un surco de agua como lo había hecho Moisés en el desierto. Pereyra metió las manos en los bolsillos y separó las piernas, así parado bajo el chorro de luz parecía un cowboy a punto de batirse a duelo; ahora podía despertar al guardia y sin darle tiempo a nada desenfundar su Colt y disparar: el muchacho que llega al pueblo para matar al sheriff, se dijo, que no hace caso a las reglas y que al final de la película recupera su caballo y se queda con la chica. Todavía tenía ganas de hacerse bromas, era el único aliciente que le quedaba. Alcohol no tenía. Pensar en eso lo desesperaba. El guardia se acomodó en su silla y giró la cabeza hacia el un lado; roncaba, y de vez en cuando un tic le hacía sacudir el pie derecho como si espantara a una rata que se le trepara por la pierna; era un hombre grande, de unos sesenta años por lo menos, tenía el pelo corto, casi rapado al ras. Este es un poli vencido, pensó Pereyra. Se refería a que aquel hombre debía ser un policía retirado. Sacó su arma, y con la punta de la pistola le dio tres golpes al vidrio de la casilla. Al principio el guardia no reaccionó, pero después abrió los ojos y se quedó viendo al tipo gordo y desalineado que le apuntaba a la cabeza.

-Vengo a buscar lo que es mío, se explicó Pereyra con voz tranquila.

El guardia no pareció sorprenderse, sino molesto por que lo hubieran despertado. Al cabo de unos segundos, se alisó el uniforme, se incorporó y salió de la casilla. Pereyra caminó detrás.

-Ese que está ahí, el auto ese, dijo Pereyra y le señaló su Rambler.

 

Metió la mano en el bolsillo y buscó las llaves de su auto.

-Tomá, le dijo al guardia, abrilo.

El guardia obedeció, tomó las llaves y se sentó al volante.

-Encendelo y bajate, ordenó Pereyra.

Y esperó a que el guardia obedeciera y se bajara del auto, y sin dejar de apuntarle se subió a su Rambler con el motor en marcha.

-Caminá adelante del auto, dijo Pereyra como si supiera lo que hacía. Si intentás hacer algo te juro que te piso.

Así llegaron hasta la barrera, el guardia caminaba delante del Rambler con las manos en alto, como si fuese un soldado que se rendía y lo llevaran a una prisión militar. Pereyra le preguntó cómo se abría la barrera.

-Hay un código de seguridad, respondió el guardia.

-Bueno. Entrá y marcá el código.

El guardia dudó un momento, de espaldas lo miró por encima del hombro, pero luego entró a la casilla, y de inmediato tomó el arma que había quedado colgando del respaldo de la silla. En ese instante Pereyra comprendió que había cometido un grave error. Aceleró y derribó la barrera con la trompa de su auto, los faros delanteros quedaron estropeados, y el vidrio trasero estalló en miles de astillas brillantes, mientras los tiros se metían por todos lados.




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