La Ilusión de la derrota (Últimos días gratis)

26

Cuando Don Julio llegó a la iglesia, todavía no amanecía. Había dejado la camioneta estacionada del otro lado de la plaza, junto al cordón de la vereda, bajo un fresno crecido que a su sombra la ocultaba un poco de las farolas de la calle. Ese no era el vehículo que tenía para pasear con la familia, sino que había venido con la camioneta que le daba a su capataz para ir al campo y ensuciarla toda, por si acaso alguien la viera ahí parada a esas horas de la noche no lo reconocieran. Se bajó y caminó con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos, y por suerte no se cruzó con nadie, el pueblo entero estaba apagado, quieto y en silencio, salvo por el puesto de diarios a mitad de cuadra que tenía su luz de tubo encendida, y el suboficial de guardia en la puerta de la comisaria medio dormido. Don Julio evitó la entrada principal de la iglesia, buscó la puerta lateral por donde Pereyra había entrado, que ahora habían dejado a propósito sin llave, y se fijó que nadie anduviera cerca. Se persignó, cerró la puerta, y de inmediato se dirigió hacia el fondo de la capilla, rodeando las extensas filas de bancos de madera que llegaban hasta el púlpito. En otro momento hubiera caminado por el centro de la nave, con la frente en alto, por algo era tan reconocido en el pueblo, dueño de los molinos que le daban trabajo a tanta gente, pero esta noche pretendía ser invisible, sólo había ido hasta ahí para asegurarse de que la operación saliera bien, de otro modo ni se hubiera acercado. Antes de subir por las escaleras hasta el primer piso se detuvo, y se quedó viendo por un momento la cruz de madera, detrás del altar. Era una cruz a tamaño natural, pero incompleta, vacía. Eso lo había mortificado durante todo este tiempo, cada domingo que venía a misa y la veía así, aquello lo hacía sentirse en deuda con su Dios. Era una cruz falsa, casi una ofensa, carecía de lo más importante. Y él había hecho la promesa de conseguirle a esa cruz, que la sentía como propia, eso que le faltaba.

Un cristiano que estuviera dispuesto al sacrificio.  

 

Don Julio subió por las escaleras y entró al cuarto, encontró a un hombre desnudo, dormido todavía, atado a la cama. Unos pantalones, la camisa, el saco y el calzoncillo colgaban del respaldo de una silla. Le habían dejado las zapatillas puestas, sólo eso, tal vez por la herida de bala que tenía en el pie. El cuerpo obeso de Pereyra, acostado boca arriba, se inflaba y se desinflaba a cada respiración, y de a ratos una mosca revoloteaba y se le volvía a posar en la punta de la nariz. Le habían atado los brazos y las piernas a las columnas torneadas de aquella antigua cama de estilo medieval, hecha de madera de caoba, firme y fuerte, que el mismo don Julio había donado para la ocasión; esa cama había estado esperando a su presa durante años, hasta esta noche que había recibido todo el peso de Pereyra, y sin crujir. El cuarto donde estaban daba a una calle lateral, opuesta a donde estaba la puerta por donde habían entrado a la iglesia, en ese primer piso donde también estaba el cuarto del santo padre. Las luces habían quedado apagadas, salvo por un velador que teñía el aire con su luz débil y amarillenta, y las ventanas estaban cerradas pese al calor, donde las cortinas de tela apaciguaban el reflejo de la luna para evitar que se vea más de lo convenido aquel cuerpo desnudo que tenían como botín. Don Julio agudizó la vista, miró el rostro de Pereyra, había una mueca de dolor que lo acompañaba incluso cuando dormía. Para atarlo habían utilizado unos pañuelos de seda, el mismo don Julio los había traído de un viaje al Japón, de modo que no le quedaran marcas en las muñecas, y le habían colocado un trapo en la boca, aunque eso lo había proporcionado el ayudante de limpieza, por si caso Pereyra despertara y comenzara a gritar. Don Julio terminó de entrar a la habitación y volvió a cerrar la puerta tras de sí. Miró de soslayo al ayudante de limpieza, que estaba parado junto a la cama, y no le gustó estar ahí a solas con ese hombre que consideraba peligrosamente estúpido, pero entendió que el cura le habría ordenado quedarse allí por las dudas de guardia. Para romper eso que comenzaba a molestarlo, sacó una cinta métrica que le abultaba el bolsillo del pantalón y se dispuso a ponerse a trabajar.

-Vení, ayudame, dijo Don Julio.

El ayudante de limpieza obedeció enseguida, tomó el extremo de la cinta y lo llevó a los pies de Pereyra, mientras que Don julio apoyó el otro extremo en la cabeza.

-Parece que son 182 centímetros, dijo Don julio.

-Le dije que iba a servir, respondió el ayudante de limpieza entusiasmado.

Don Julio dio un paso hacia atrás, miró mejor el cuerpo que yacía sobre la cama.

-No, no va servir, dijo don Julio para sí mismo, con una voz apagada y amarga, porque ya comenzaba a pensar en el problema en el que se había metido.

-¿Por qué no va a servir? preguntó preocupado el ayudante de limpieza.

-Porque es muy gordo, ¿no lo ves? dijo don Julio con fastidio.

El ayudante de limpieza se llevó una mano a la boca, hacía eso cuando quería pensar.

-Pero podemos tenerlo un tiempo así, atado y sin darle de comer. En algún momento se va a poner más flaco.

-No seas imbécil, Ernesto.

Al ayudante de limpieza no le gustó que le dijera imbécil, pero el hecho de que pronunciara su nombre apagó un poco el enojo. Solo lo llamaban Ernesto una o dos personas en el pueblo, para el resto su nombre y apellido era ayudante de limpieza y punto.  

El cura entró a la habitación, miró a Pereyra.

-¿Todavía duerme?

-Si, contestó el ayudante de limpieza. Me parece que en las facturas le pusimos demasiadas pastillas.

-El formol ya está listo, pero el tacho pesa mucho, no lo puedo traer hasta acá yo solo, dijo el cura.




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