La Ilusión de la derrota (Últimos días gratis)

5.1

La figura de un mozo lo sorprendió a su lado, traía una bandeja llena de platos sucios para que lavara enseguida. Así que Pereyra lavó, a lo largo de la noche, miles de platos, de copas, de fuentes y cubiertos, y aquneu en realidad no fueron tantos a él le pareció que sí. De vez en cuando repasaba el piso con un trapo sucio, y luego seguía con la tarea de lavó cacerolas, ollas y sartenes. Por miles también. Cada tanto abandonaba su puesto para asomarse al salón, que durante el transcurso de la noche se había llenado de clientes varias veces, hasta que el cajero o el maitre lo veía y le hacía señas para que regresara de inmediato a la cocina. Platos, copas, fuentes y cubiertos. Repasar el piso. El trapo sucio. Y más cacerolas, más ollas, más sartenes. Hundió una cornet en el agua enjabonada y calculó que para sentarse a cenar faltaban alrededor de cinco horas. A veces miraba con cierto deseo algún resto de comida que se tiraba rápidamente al tacho de la basura. No había faltado la oportunidad donde Pereyra abría ese mismo tacho y alcanzaba a tomar alguna pieza todavía tibia. Ahora que bajaba la vista y se veía deforme en el reflejo de metal de una cacerola ya enjabonada, con una copa a medio lavar en la mano y el trapito en la otra, se propuso no pensar en comida por el resto de la noche. Lavar y secar. Apenas eso. No pensar en otra cosa más que en su trabajo, no hacer caso a los sonidos que, como súplicas que provenían de su estómago, vibraban dentro de su cuerpo sin que él supiera si en realidad alguien más sería capaz de oírlas. Pero que platos maravillosos salían rumbo al salón, lleno de colores que prometían los sabores más extraordinarios, cómo no tratar de adivinar qué resto de buen vino escondía el parrillero debajo de la mesada, o qué pescado se asaba en la parrilla, o qué postre terminaban de decorar las manos del Maestro de Cocina. De una cazuela que se demoraba en una mesada de donde los mozos tomaban los platos para llevarlos al salón, Pereyra alcanzó a tomar, con la rapidez de una rata que se juega la vida, dos pequeños camarones, y con la otra mano, aunque se quemara los dedos, un puñado de arroz para acompañar. Y para culminar la diminuta cena que antecedía a la verdadera, tomó, de un Imperial Ruso, un pedacito de merengue que deslizó sobre la crema chantilly. Se metió todo junto en la boca, salado y dulce se mezclaron sin cordura y le nublaron los sentidos, y durante unos segundos se ocultó agachado detrás de su batea para disfrutar su pequeño banquete.

 

Mucho más tarde, al retirarse los últimos clientes, el salón volvió a quedar silencioso y vacío. Pereyra terminó unas copas marcadas con rouge, y se vio el delantal manchado y las manos arrugadas de tanto sumergirlas en esa agua con detergente. Salió de la cocina, se acomodó en un extremo de la mesa que los mozos, cansados ya de armar y desarmar mesas, habían juntado para que todos, al fin, cenaran en silencio. Trajeron el pan, y las botellas de vino que los clientes no habían terminado, y luego la comida. Pereyra se concentró en su plato: mojó una papa cortada a la española que se había terminado de cocinar en los jugos de la cazuela, probó la salsa de tomate y cebolla y en la punta de la lengua sintió el pimentón, el orégano, cortó un poco de pan negro y probó el pulpo –que estaba ni duro ni baboso—, como debe estar el pulpo, pensó Pereyra al levantar la copa, y en silencio brindó consigo mismo, por Angel Pereyra y por el pulpo. Tomó un largo sorbo de vino, que está vez fue tinto, y siguió con los restos de unos calamares, luego con los restos de un pejerrey a la parrilla, y por último comió unos mejillones que habían vuelto de una mesa durante la noche porque, según sus comensales, estaban malos y olían a podrido, y los acompañó con más vino, que esta vez fue blanco, para luego esconder las manos debajo de la mesa y desabrocharse el pantalón.

Fue el último en terminar de comer, y el primero en levantarse de la mesa. El maitre le dio su pago. Pereyra contó su dinero, y sin haber cruzado una sola palabra con nadie en toda la noche, se fue de aquel restaurant.




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