Se había quedado dormido unos minutos, en aquellos depósitos del puerto, y había sido suficiente para perder la noción del tiempo. Metió la mano dentro del bolsillo del saco, pero al sentir las curvas frías del metal supo que tomaba el arma por el caño y que de apretar el gatillo se dispararía en las costillas; su propia sangre le mancharía la cara antes de desmayarlo. Escuchó que de un tirón se rompía el nylon de una bolsa y la basura se desparramó en el piso. ¿Quién anda ahí? Le temblaba la voz. Después hubo silencio, Pereyra no lograba ver bien. En cuclillas apuntó hacia la oscuridad. Un zumbido en la cabeza no lo dejaba concentrarse. Apoyó una mano en la tierra para mantener el equilibrio y al cabo de un momento pudo ver la trompa de un perro que comía de una bolsa rota de basura. ¿Quién anda ahí? Volvió a preguntar de todos modos. Se incorporó, dio unos pasos hacia delante y comprobó que estaban solos, él y ese perro vagabundo. Pereyra quiso ahuyentarlo, pero lo único que logró fue que el perro se le acercara, y al acariciarle la cabeza, sus orejas se echaron hacia atrás. Pereyra lo miró por un momento y notó que le faltaba una pata; a cambio le habían dejado una horrible cicatriz en forma de hoz que terminaba cerca del lomo. Lo estudió con atención, pasó el dedo por aquel surco mal cocido en el cuero del perro y le preguntó con palabras enredadas entre el sueño y el whisky Qué mierda estaba haciendo con esas bolsas de basura. Al escuchar su voz, el perro se arrimó un poco más, dio dos o tres vueltas y terminó por acostarse junto a sus piernas. Pereyra se agachó, acarició el mechón de pelo blanco que le brotaba del cogote, y después le juntó las patas de adelante y las sostuvo con fuerza hasta que se sacudieron nerviosas en el aire.
Más tarde, cuando la oscuridad de la noche se le hizo insoportable, Pereyra caminó hacia la entrada de los depósitos y se internó en un baldío donde días atrás había estacionado su Rambler. Por qué había dejado su auto ahí no lo sabía del todo, y no le importaba. Cuando abrió la puerta, el perro que lo había seguido en silencio entró sin que él pudiera evitarlo, y Pereyra tuvo la certeza de que las pulgas se instalarían en los asientos del auto para siempre. Tampoco le importó. Se quitó el saco, subió y cerró la puerta. Bajó el vidrio de su ventanilla, se inclinó hacia el perro que ahora intentaba lamerle la cara y bajó el vidrio del acompañante. Tiró el saco en el asiento de atrás, se pasó la mano por la mejilla humedecida y antes de encender el motor, tomó un largo trago de whisky. Y después otro. Luego miró al perro a los ojos, y fue suficiente para que ya no pudiera pedirle que se bajara del auto y que rajara para la calle.
Ahora que el alcohol se mezclaba otra vez en la sangre, Pereyra sintió deseos de hacer estallar algo, así que con el cuidado que se tiene al desarmar una bomba, sacó su Colt y la sostuvo en el aire. Imaginó el cabeceo hacia atrás, el saltar de la vaina, la llamarada en la punta del caño. La explosión. Giró la cabeza y miró la negrura sobre los pastizales. Unos faroles, a lo lejos, armaban círculos fosforescentes cerca de la avenida. Pereyra se miró por el espejo retrovisor, se miró a los ojos. Alguien igual a él le apuntaba a la cabeza y sonreía. PUM, dijo en voz alta, y sopló el caño del arma sin dejar de mirarse a los ojos, atravesando su propio reflejo. Permaneció así unos segundos, con el arma en alto. Entonces algo cambió en su rostro. Llevó el dedo hacia el gatillo. Envuelto en aquel terciopelo de ojos nocturnos, en ese zumbido tibio que le nacía en los oídos, Pereyra le preguntó al Pereyra que aparecía en el espejo por qué no lo hacía de una buena vez. Hizo silencio. Entonces giró lentamente el arma, dejó de apuntarse y le apuntó al perro que lo miraba distraído, y tampoco tuvo el coraje de volarle los sesos de un disparo.
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Editado: 29.05.2024