En su despacho, ahí, donde antes había sido un dormitorio, todas las cosas parecían estar demasiado quietas, el escritorio, el teléfono, la silla, el perchero donde colgaba un sobretodo verde, incluso él, y su botella, sumidos en la penumbra pegajosa a causa del aire caliente que subía hasta ese octavo piso, y, a pesar del rumor de los motores y el bullicio de la gente en la calle, en silencio también, un silencio estancado, atrapado entre todas esas cosas; en ese momento Pereyra quiso tener el valor de sacar el brazo por la ventana, sólo el brazo, abrir la mano y dejar caer la botella de whisky, para que eso que lo encarcelaba se alejara lo suficiente y se estrellara contra la vereda. Pero por supuesto no lo hizo. A cambio, fue hasta el baño y encendió la lamparita encima del botiquín; la luz se reflejó en el agua turbia que llenaba la bañera, donde en el fondo se podía ver la ropa que había dejado días atrás en remojo, debajo de esa capa aceitosa que formaban el jabón y la mugre. Pereyra alzó con dificultad una pierna y luego otra y se metió dentro de la bañera, y con cuidado apoyó el cuerpo dolorido sobre la ropa que se aplastó contra su culo y su espalda. Y se quedó así, con la cabeza hacia atrás, los ojos cerrados, inmóvil, durante un largo rato. Luego se pasó el agua espesa por los brazos, por el pecho, por la cabeza. Se inclinó hasta los grifos y abrió la ducha. Pensó en nada. O intentó hacerlo. Y después de mirar largo rato la junta de los azulejos invadidos de moho, sintió la misma sensación de bronca y de vergüenza que había lo había invadido la noche que su mujer lo había abandonado para siempre.
Un rato después intentó incorporarse, y un cosquilleo en la nuca se mezcló con el mareo que le llenaba la boca de saliva. Necesitaba un nuevo trago. A tientas buscó con la mano la botella que había dejado a un costado de la tina, pero al rozarla la volcó y la botella comenzó a rodar como si tuviese vida propia y se alejara a propósito; Pereyra la vio salir del baño, detenerse contra una de las patas del escritorio de recepción. Por suerte estaba tapada y no se había desperdiciado ni una gota. Quiso ver mejor, pero ya casi no podía distinguir la botella de la pata de la mesa ni la puerta abierta del despacho del mueble del living; ahora los objetos se unían para formar un solo objeto, una masa sin colores ni formas que lo envolvía y lo aplastaba dentro del agua. La mano que buscaba la botella ya no era su mano, y a la mañana siguiente Susana lo encontraría ahí, todavía ahí, desnudo metido en la bañera. Ahogado. Entonces ella lo tocaría con el mango de la escoba para cerciorarse de su estado cadavérico, y a continuación revisaría los cajones en busca de algunos pesos antes de llamar a la policía. Frías gotitas de sudor le brotaban por la frente, a pesar de estar hundido en el agua fría, y pronto dejó de sentir el cuerpo y con el ojo derecho alcanzó a ver un punto brillante en la oscuridad del cielo raso. Había que salir del agua, lo mejor era esperar el desmayo o el sueño, pero afuera, tirado en la cama. Sin embargo Pereyra supo que no podía moverse, su cuerpo era una masa mascullada, ablandada a golpes. Con el pie movió el tapón de la bañera, y el agua comenzó a escurrirse por la rejilla. Segundos después ya no quedaba agua en la tina que alivianara su peso, y su cuerpo quedó desparramado sobre la ropa mojada. Cerró los ojos, y a los pocos minutos se quedó dormido.
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Editado: 29.05.2024